CRISIS? WHAT CRISIS?
Escribo desde una ciudad semidesierta –media agosto–. La gente se ha ido de vacaciones, ha huido a la playa, a la montaña, a recorrer lejanos países, regalándonos sin saberlo tres semanas de felicidad a quienes nos confesamos misántropos irrecuperables. Convecinos y convecinas ahogan sus penas en la Gran Manzana, en Praga, o en el más castizo chiringuito –cinco euracos el botellín de cerveza– mientras tratan de sacarle todo el partido al aifon, juguetito recién adquirido nada más llegar a destino, porque un capricho es un capricho (no tendría sentido lo de la tele de plasma y luego hacerle ascos al aifon famoso). Que rabien los compañeros de oficina, aunque por poco tiempo, pues para Navidad será una plaga.
Recuerdo que hace años Carrascal –él consiguió que superase mi complejo con el inglés– abría su informativo en plena Semana Santa con la noticia de que los españoles habían elegido más que nunca como destino turístico el Caribe, y nos regalaba la razón: escapaban de la crisis. Seguro que ustedes no lo necesitan, pero como yo soy un poco duro de mollera lo repito, por si no se ha entendido. Para olvidar la devastadora crisis, que imagino consiste en ver mermado tu poder adquisitivo, la gente se gasta un pastón en viajes de placer al otro lado del mundo. Vale.
Atravesamos una profunda crisis. Los informativos se encargan de recordárnoslo a todas horas. Una severa crisis económica afecta a nuestra sociedad y la recorre de punta a punta. El mensaje se nos lanza desde todos los ángulos posibles: crisis, crisis, crisis. Si uno lo piensa, es terrible que más de uno haya tenido que cambiar Punta Cana por Benidorm. Una tragedia familiar que sólo se supera consumiendo, aunque tengo entendido que consumir, ecológico, lo que se dice ecológico, no es mucho. Y como también nos dan lecciones con la cosa ésta del Medio Ambiente, pues me acabo haciendo un lío y prefiero no pensar, porque ya me contarán si no cómo conciliamos economía y ecología cuando el descenso brusco en las ventas del elemento más contaminante que existe –los coches particulares, que lo sepan– se asume como uno de los indicadores más preocupantes del escenario, llámese recesión, crisis o desaceleración, tanto da.
Agotada la parte irónica –que no lo es tanto, si se fijan– paso a la seria, pues no es broma que nuestro poder adquisitivo –de eso se trata a fin de cuentas, valga la expresión– haya menguado hasta rayar con lo insostenible en ciertos casos. Seguro que son menos de los que nos indican los medios, pero suficientes como para abordar el problema con el fundamento que merece.
Sin embargo, y entre tanto mensaje apocalíptico, yo quiero dejar escritas aquí dos reflexiones personales y en consecuencia subjetivas. En primer lugar, les traslado mi duda sobre si de verdad la famosa crisis existe, y en tal caso si corresponde en gravedad a lo que se nos cuenta. Porque pudiera darse el caso de que, si no el fondo, las formas estuvieran más o menos dirigidas por sólo dios y los distintos poderes económicos saben qué oscuras manos, no siendo en consecuencia el panorama tan desesperado como nos lo pintan. Por otro lado, traigo a colación un hecho que particularmente me causa honda desazón, como es que una parte significativa del planeta no haya conocido jamás crisis alguna por no haber experimentado otra cosa que la miseria más absoluta. Estaremos de acuerdo en que el término crisis resulta bastante vago, y apenas designa una etapa con mayores dificultades que la precedente. Sin más. Siendo así, no hay crisis que valga si naces en la más atroz indigencia, y sin posibilidad real además de salir de ella. Mientras aquí nos preocupa el descenso de clientela en los restaurantes, cientos de millones de seres humanos con nuestras mismas, legítimas aspiraciones a una existencia digna, apenas saben qué comerán mañana o si acaso lo conseguirán; mientras nos ahoga la hipoteca de nuestra casa en el centro, un tercio de la población mundial vive en espacios que aquí apenas conseguirían el calificativo de “chabola inmunda”; mientras millones de africanos echan el día en busca de agua potable, aquí sembramos campos de golf por doquier y la piscina ha ido ganando terreno hasta convertirse en un icono del estatus social. Llámenme demagogo, es gratis: una simple carta al director basta. Pero salvo que haya poderosísimos motivos para lo contrario, a mí me parece que precisamente en tiempos de crisis –hablo de la que por lo visto padece el Primer Mundo– es cuando por pura decencia ética merece la pena detenerse por un momento y pensar en el ejército de desheredados cuyo objetivo más inmediato es alargar sus vidas unas semanas más, a quienes el Euribor y el Ibex-35 les importan lo mismo que a mí los viajes a Marte, igual. Habrá quien piense que mal consuelo es mirarse en espejos ajenos y sobre todo peores. Y creen otros que tal actitud debiera asumirse como un ejercicio moral de obligado cumplimiento. Escrito queda.
Recuerdo haber leído hace años un cuento breve que alguien dejó en forma de fotocopias sobre el mostrador de una tienda: la historia de un anciano que regentaba un puestecito de fruta al borde de la carretera. El hombre poseía una modesta huerta que le daba suficiente mercancía como para abastecer el tenderete. Al final de la jornada volvía satisfecho a casa, una humilde vivienda en las afueras de cierta macrourbe, pues casi siempre conseguía vender todas las piezas a los automovilistas que paraban. Comían un par de naranjas a la sombra de la improvisada tienda mientras establecían una conversación trivial con el viejo. Luego adquirían unas piezas más para el camino. Al hombre le iba razonablemente bien, o así se lo parecía. Hasta que llegó su nieto, a quien por circunstancias de la vida y de la policía había tenido que criar él mismo en el campo, y al que no sin esfuerzo había conseguido pagar sus estudios en la universidad. “¿Pero qué estás haciendo, abuelo, es que acaso no sabes que estamos en crisis?”. Realmente el viejo no lo sabía, pues llevaba una vida austera allá en el límite de la gran ciudad, desconectado del mundo. Él no necesitaba grandes cosas. Regar el huerto y pasear con su perro, casi tan anciano como él mismo, esperar a que el trabajo diera sus frutos y vender éstos en la carretera tras un breve viaje en la destartalada camioneta. El hombre se asustó al oír las palabras del nieto. Sin duda el joven sabía de qué hablaba, pues no en vano era universitario. “No puedes estar vendiendo la fruta como si tal cosa, la situación es muy mala”. Cuando el nieto regresó a la ciudad, el anciano continuó fiel a su puesto diario al borde de la carretera, pero llevó mucha menos fruta, dado que eran tiempos de crisis. Como de costumbre, la había vendido toda al final de la jornada. Pero, a diferencia de otras veces, en las que regresaba a casa cansado pero satisfecho por las ventas y las charlas con los clientes, ahora estaba de verdad preocupado: “Hoy apenas he conseguido vender la mitad que otras veces. Mi querido nieto tenía razón: estamos en crisis”, pensó.
Entiendo que el texto quedó digno. Si acaso, no me acaba de convencer el título, mas no por inapropiado cuanto por ser, como ustedes sabrán, un burdo plagio. Espero al menos no tener problemas con Mr. Davies por un quítame allá ese encabezamiento, pues todavía me veo yo ante los tribunales, y además de no cobrarlo me sale encima el artículo por un pico, agudizando así mi crisis personal. Un desastre.
Escribo desde una ciudad semidesierta –media agosto–. La gente se ha ido de vacaciones, ha huido a la playa, a la montaña, a recorrer lejanos países, regalándonos sin saberlo tres semanas de felicidad a quienes nos confesamos misántropos irrecuperables. Convecinos y convecinas ahogan sus penas en la Gran Manzana, en Praga, o en el más castizo chiringuito –cinco euracos el botellín de cerveza– mientras tratan de sacarle todo el partido al aifon, juguetito recién adquirido nada más llegar a destino, porque un capricho es un capricho (no tendría sentido lo de la tele de plasma y luego hacerle ascos al aifon famoso). Que rabien los compañeros de oficina, aunque por poco tiempo, pues para Navidad será una plaga.
Recuerdo que hace años Carrascal –él consiguió que superase mi complejo con el inglés– abría su informativo en plena Semana Santa con la noticia de que los españoles habían elegido más que nunca como destino turístico el Caribe, y nos regalaba la razón: escapaban de la crisis. Seguro que ustedes no lo necesitan, pero como yo soy un poco duro de mollera lo repito, por si no se ha entendido. Para olvidar la devastadora crisis, que imagino consiste en ver mermado tu poder adquisitivo, la gente se gasta un pastón en viajes de placer al otro lado del mundo. Vale.
Atravesamos una profunda crisis. Los informativos se encargan de recordárnoslo a todas horas. Una severa crisis económica afecta a nuestra sociedad y la recorre de punta a punta. El mensaje se nos lanza desde todos los ángulos posibles: crisis, crisis, crisis. Si uno lo piensa, es terrible que más de uno haya tenido que cambiar Punta Cana por Benidorm. Una tragedia familiar que sólo se supera consumiendo, aunque tengo entendido que consumir, ecológico, lo que se dice ecológico, no es mucho. Y como también nos dan lecciones con la cosa ésta del Medio Ambiente, pues me acabo haciendo un lío y prefiero no pensar, porque ya me contarán si no cómo conciliamos economía y ecología cuando el descenso brusco en las ventas del elemento más contaminante que existe –los coches particulares, que lo sepan– se asume como uno de los indicadores más preocupantes del escenario, llámese recesión, crisis o desaceleración, tanto da.
Agotada la parte irónica –que no lo es tanto, si se fijan– paso a la seria, pues no es broma que nuestro poder adquisitivo –de eso se trata a fin de cuentas, valga la expresión– haya menguado hasta rayar con lo insostenible en ciertos casos. Seguro que son menos de los que nos indican los medios, pero suficientes como para abordar el problema con el fundamento que merece.
Sin embargo, y entre tanto mensaje apocalíptico, yo quiero dejar escritas aquí dos reflexiones personales y en consecuencia subjetivas. En primer lugar, les traslado mi duda sobre si de verdad la famosa crisis existe, y en tal caso si corresponde en gravedad a lo que se nos cuenta. Porque pudiera darse el caso de que, si no el fondo, las formas estuvieran más o menos dirigidas por sólo dios y los distintos poderes económicos saben qué oscuras manos, no siendo en consecuencia el panorama tan desesperado como nos lo pintan. Por otro lado, traigo a colación un hecho que particularmente me causa honda desazón, como es que una parte significativa del planeta no haya conocido jamás crisis alguna por no haber experimentado otra cosa que la miseria más absoluta. Estaremos de acuerdo en que el término crisis resulta bastante vago, y apenas designa una etapa con mayores dificultades que la precedente. Sin más. Siendo así, no hay crisis que valga si naces en la más atroz indigencia, y sin posibilidad real además de salir de ella. Mientras aquí nos preocupa el descenso de clientela en los restaurantes, cientos de millones de seres humanos con nuestras mismas, legítimas aspiraciones a una existencia digna, apenas saben qué comerán mañana o si acaso lo conseguirán; mientras nos ahoga la hipoteca de nuestra casa en el centro, un tercio de la población mundial vive en espacios que aquí apenas conseguirían el calificativo de “chabola inmunda”; mientras millones de africanos echan el día en busca de agua potable, aquí sembramos campos de golf por doquier y la piscina ha ido ganando terreno hasta convertirse en un icono del estatus social. Llámenme demagogo, es gratis: una simple carta al director basta. Pero salvo que haya poderosísimos motivos para lo contrario, a mí me parece que precisamente en tiempos de crisis –hablo de la que por lo visto padece el Primer Mundo– es cuando por pura decencia ética merece la pena detenerse por un momento y pensar en el ejército de desheredados cuyo objetivo más inmediato es alargar sus vidas unas semanas más, a quienes el Euribor y el Ibex-35 les importan lo mismo que a mí los viajes a Marte, igual. Habrá quien piense que mal consuelo es mirarse en espejos ajenos y sobre todo peores. Y creen otros que tal actitud debiera asumirse como un ejercicio moral de obligado cumplimiento. Escrito queda.
Recuerdo haber leído hace años un cuento breve que alguien dejó en forma de fotocopias sobre el mostrador de una tienda: la historia de un anciano que regentaba un puestecito de fruta al borde de la carretera. El hombre poseía una modesta huerta que le daba suficiente mercancía como para abastecer el tenderete. Al final de la jornada volvía satisfecho a casa, una humilde vivienda en las afueras de cierta macrourbe, pues casi siempre conseguía vender todas las piezas a los automovilistas que paraban. Comían un par de naranjas a la sombra de la improvisada tienda mientras establecían una conversación trivial con el viejo. Luego adquirían unas piezas más para el camino. Al hombre le iba razonablemente bien, o así se lo parecía. Hasta que llegó su nieto, a quien por circunstancias de la vida y de la policía había tenido que criar él mismo en el campo, y al que no sin esfuerzo había conseguido pagar sus estudios en la universidad. “¿Pero qué estás haciendo, abuelo, es que acaso no sabes que estamos en crisis?”. Realmente el viejo no lo sabía, pues llevaba una vida austera allá en el límite de la gran ciudad, desconectado del mundo. Él no necesitaba grandes cosas. Regar el huerto y pasear con su perro, casi tan anciano como él mismo, esperar a que el trabajo diera sus frutos y vender éstos en la carretera tras un breve viaje en la destartalada camioneta. El hombre se asustó al oír las palabras del nieto. Sin duda el joven sabía de qué hablaba, pues no en vano era universitario. “No puedes estar vendiendo la fruta como si tal cosa, la situación es muy mala”. Cuando el nieto regresó a la ciudad, el anciano continuó fiel a su puesto diario al borde de la carretera, pero llevó mucha menos fruta, dado que eran tiempos de crisis. Como de costumbre, la había vendido toda al final de la jornada. Pero, a diferencia de otras veces, en las que regresaba a casa cansado pero satisfecho por las ventas y las charlas con los clientes, ahora estaba de verdad preocupado: “Hoy apenas he conseguido vender la mitad que otras veces. Mi querido nieto tenía razón: estamos en crisis”, pensó.
Entiendo que el texto quedó digno. Si acaso, no me acaba de convencer el título, mas no por inapropiado cuanto por ser, como ustedes sabrán, un burdo plagio. Espero al menos no tener problemas con Mr. Davies por un quítame allá ese encabezamiento, pues todavía me veo yo ante los tribunales, y además de no cobrarlo me sale encima el artículo por un pico, agudizando así mi crisis personal. Un desastre.
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© septiembre 2008
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