EL PERRO DE GAZA
Nunca he comulgado con las historias minimalistas de buenos y malos, donde los primeros despliegan su papel de ángeles melosos y a los segundos se les reserva el de villanos sanguinarios. Supongo que, al menos en el caso de los humanos, las cosas vienen a ser bastante más complejas de lo que ofrece un guión como el descrito. A poco que se observe con ojos críticos, la vida cotidiana nos ofrece ejemplos diáfanos de lo que digo, y creo sin atisbo de duda que uno de los más claros lo vimos a principios de año, cuando el ejército israelí tomó la decisión de atacar las ciudades de la franja de Gaza. El mundo comprobó indignado cómo la población civil sufría la ira de su poderoso vecino, cuyas bajas en la refriega se cifraron en un ratio tan exacto como grosero: uno a cien.
Asumiendo la trágica desproporción del ataque –y aquí comienza de sopetón mi incorrección política–, soy de los que prefieren evaluar las cosas desde una perspectiva más general, retroceder unos pasos, un par de kilómetros si es menester, alejarse del cuajarón y de la víscera hasta alcanzar a ver el panorama desde una óptica holística. No me consta que los palestinos, en su condición de tales, sean un ápice mejores que los israelíes. La fatalidad (y unos cuantos factores más, seguro que sí) les ha llevado a representar el papel de parias en esta historia, pero no manejo yo elemento sustancial alguno que me haga pensar en que el ahora sometido se comportara de manera muy diferente con todo a su favor, en una suerte de “intercambio experimental de papeles”. Por lo que al proceloso apartado de “la condición humana” concierne, hay pocas cosas nuevas bajo el sol. Es ciertamente raro el caso del que, siendo primero víctima, no se convierte en verdugo a la que se le presenta la ocasión. La lista de ejemplos se hace interminable. Los judíos, perseguidos hasta la casi exterminación hace apenas setenta años, se erigen ahora en despiadados perseguidores, desarrollando su trabajo con tal saña que han merecido el calificativo de nazis por parte de no pocos analistas políticos. Por su parte, los dirigentes mesiánicos de Hamas prometen el cielo para quien se calce un chaleco de explosivos y active el detonador dentro de un centro comercial, hora punta. Escuché a alguien una reflexión demoledora, según la cual el conflicto arabe-israelí comenzaría a vislumbrar una salida cuando el grado de amor de los palestinos hacia los suyos superara al odio que sienten hacia el enemigo. Yo no lo sé, ni sé si tal hipótesis es merecedora hasta de una cierta comprensión. De lo que no tengo duda es de que un pueblo que asume y ejecuta el degüello de miles de inocentes como una celebración tiene muy atenuada su autoridad moral para condenar los bombardeos, e idéntica reflexión me asalta para con los israelíes que ven amenazada su seguridad cuando un militante yihadista se inmola en el autobús, teniendo en cuenta que la religión judía preceptúa el estado de consciencia en los animales sacrificados para alimento. El holocausto se vive cada día tanto en Tel-Aviv como en Ramala, y los responsables son los ciudadanos israelíes, los palestinos, con sus respectivas clases políticas al frente. Unos y otros aceptan el dolor y la muerte masiva de inocentes para invocar a renglón seguido justicia a la que oyen sobrevolar los aviones sobre sus casas, a la atisban un tipo sospechoso subiendo al tranvía.
Las imágenes captadas por los aguerridos reporteros que se recreaban en los escombros de Gaza City apenas se detuvieron unos segundos en la cabeza de un perro muerto entre los cascotes. Se veía su carita dulce, peluche por un momento, cubierta de polvo por el derrumbe del edificio. Con toda probabilidad se trataba de un perro abandonado a su suerte, o quizá fuera uno de esos desdichados a los que se amarra de cachorro y se le condena a una vida de sufrimiento perpetuo. Para mí, la imagen del perro de Gaza encierra todo lo que de perverso hay en el ser humano, palestino o israelí, americano o vietnamita, qué más dará. El perro de Gaza, apenas un elemento de atrezzo en el informativo, era tan inocente como pudieran serlo los niños aterrorizados que protagonizaban las portadas de los periódicos, quién sabe si los mismos que se olvidaron de él cuando acabaron por aburrirse de sus juegos.
Leía hace no demasiado que uno de los primeros objetivos militares del ejército israelí fue el zoológico de la capital, a cuyos inquilinos forzados mataron en su mayoría para evitar al parecer que la gente recurriera a ellos como alimento llegado el caso. Si el concepto de inocencia puede adquirir en determinados momentos diferentes niveles, sin duda la merecen en su grado máximo los leones y camellos allí encerrados primero por unos, bombardeados por otros después. También los monos y las llamas que compartían –convenientemente anestesiados– el siniestro viaje desde Egipto por los túneles de Rafah con sacos de maíz y palés de armas para una resistencia seguro que justa. Es así como surtían los palestinos de prisioneros el zoológico local, y es más que probable que vuelvan a hacerlo apenas superada la pesadilla.
Los bombardeos acabaron, la gente vuelve a sus casas, o a lo que queda de ellas en muchos casos. Las levantarán de nuevo, reharán sus vidas, llorarán a sus muertos, algunos de ellos apenas bebés, nacerán otros que atarán perros y los condenarán al confinamiento de dos metros de cadena, niños que chapotearán alegres sobre la sangre de los corderos degollados, aún vivos, jovencitos que visitarán de la mano de sus progenitores en una mañana luminosa de domingo el nuevo zoo, mejor incluso que el anterior (quién sabe si tal vez se destine a ello parte de la ayuda humanitaria que reciben desde Occidente). Al otro lado del muro los operarios del matadero, imbuidos en pulcras casacas blancas, preparan los cuchillos para asegurarse un corte limpio en la garganta de los terneros huérfanos, de tal suerte que los rabinos acepten la comida como verdaderamente kosher. La vida continúa…
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© abril 2009
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