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¡PODEMOS!
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Medio digerida ya la locura erótico-futbolera estival, e iniciado el nuevo período ligero –cuando de narcotizar al pueblo y sobre todo de amasar dinero se trata, descanso, el justo–, quizá sea el momento propicio para reflexionar sobre algunos de los aspectos que acontecen alrededor del llamado “deporte profesional”. De cómo lo “profesional” se acaba convirtiendo en un mal eufemismo de “multimillonario”, y de cómo el “deporte” termina por servir al poder establecido de impagable herramienta para la domesticación social.
Todo el país (por güebos, pues estas cosas no se pueden dejar al azar) empujando desde cada rincón del solar patrio a una caterva de pijos engreídos que apenas son capaces de pararse ante la multitud enardecida a echarles un garabato (¿para qué querrá la gente esos objetos pintarrajeados?). Porque uno puede entender lo de la atracción por el espectáculo, lo de la emoción ante la buena lid, lo del pasatiempo por el pasatiempo. Pero, al menos en mi caso particular, cuesta bastante más comprender que se desembolse una pasta gansa por una camiseta de este o aquel equipo con el nombre del ídolo grabado a fuego en la espalda cual si de un tatuaje indeleble se tratara, hasta que en un par de meses al héroe le pagan un pelín más en el equipo rival y no se lo piensa dos veces, que esto o se aprovecha o se pierde, así ha sido de toda la santa vida, y la camiseta ayer venerada va directamente al contenedor del reciclaje, cuando no al cubo de la basura, por tamaña afrenta al equipo de tus amores, porque la traición no se olvida.
Yo no sé si ustedes se habrán percatado –o pueda ser que servidor adolezca ya de una percepción errónea de la realidad–, pero la información deportiva ya no es lo que era. Ahora parece que se impone hablar de casi todo menos de la competición, como supongo debe ser y de hecho fue siempre. Cualquier cotilleo periférico barato sirve para rellenar la parrilla. Un ejemplo nítido de lo que digo es el microespacio diario que una cadena privada insertaba en sus especiales durante el reciente mundial de Sudáfrica. Tras el bobo título de un minuto sin fútbol, el periodista guay cogía por la pechera a un jugador de la selección –o a un miembro del equipo técnico, porque sabido es que tratamos con una piña humana indisoluble–, y le largaba preguntas generales sobre lo divino y lo humano, en un reto inédito, pues no solo de furgol vive el hombre. Eso sí, le endosaba primero al invitado un aipad de esos para que no se lo tomara demasiado en serio, no fuera que le cogiera el gusto a lo de pensar y abandonara la concentración en el hotel de cinco estrellas, con lo que nos jugábamos, para que mientras contestaba el sesudo formulario se entretuviera matando marcianitos. Y el chico se entretenía, sumiso como un perrillo. Una de las preguntas estrella hacía referencia a su ética personal: ¿Qué borraría del mundo? Dedica varios años de tu juventud a hincar los codos para esto (hablo del plumilla). “Las injusticias”, contestaban todos como programados por la dirección de la cadena. “¿Alguna en concreto?”, les espetaba el sujetamicrófonos. “No, en general”, respondían indefectiblemente los chicos. […] ¡No me digan que no les dan ganas de coger al equipo redactor y al entrevistado y ahogarlos en orín! Créanme, no soy de los que aplaude la violencia porque sí, pero casos hay en los que ésta, lejos de merecer ser condenada de manera ramplona, se impone como un deber moral. (Es broma).
Otra. En plena crisis, la Federación no tiene empacho alguno en destinar una partida económica mareante para pagar a los chicos de la roja, como si éstos necesitaran tal incentivo para ponerle más furia a su curro diario. Se me ocurre que, una vez que el dinero te sale por las orejas, bien hubiera estado el detalle de rechazar la prima, pues en alguna parte leí a alguno de estos héroes de plastilina que es un privilegio trabajar en lo que más te gusta y encima hacerte rico. Pero no parece que el altruismo sea una de sus características, por mucho que colaboren en ciertos momentos con alguna que otra oenegé humanitaria –y en contadas ocasiones animalista, casos hay–. Y con semejante panorama, los creadores profesionales de opinión, que son ejército, ante la mera posibilidad de que a la peña le dé por cavilar y hasta llegar a la conclusión de que todo esto es una puta vergüenza, nos recuerdan que el éxito futbolero activa la economía, qué mejor receta en los tiempos que corren, y aderezan su diagnóstico con imágenes de tabernas atestadas de forofos, embutidos éstos en camisetas y bufandas, armados hasta las cejas de vuvucelas varias, atiborrándose a cerveza y patatas bravas, ocultando la evidencia de que aquí no hay para todos, y que si nos dejamos los ahorros en el bareto del barrio no lo hacemos en el restaurante de postín del centro, el lugar menos sugerente del mundo cuando de celebración desatada se trata.
Por cierto. Yo ya sentía desde mi más tierna infancia un, digamos, escaso apego a la bandera patria, desafección que se ha ido reconduciendo con el paso del tiempo hacia una contenida antipatía, y que con el atracón de julio se ha instalado en sincera hostilidad. Es lo que hay, y asumo que tal confesión me creará todavía un mayor número de enemigos, por si éramos pocos. A estas alturas, me da un poco lo mismo, y ni siquiera estoy seguro de que esta actitud indolente sea ni buena ni mala. Pueda que se trate a estas alturas de pura y jodida supervivencia.
Uno, pesimista moderado por naturaleza, alberga la secreta esperanza de que todo esto nos haga ver que todavía podemos reconducir la situación, acaso por el triste consuelo de que ciertas cosas parecen haber tocado fondo. Por aquello de que el optimismo sale gratis, quizá sea el momento de retomar con brío renovado un halo de esperanza en el ser humano, el único animal obsesionado por recordarse a sí mismo su carácter racional, tanto que con frecuencia se olvida de usar tan preciado don, y recordar que todavía estamos a tiempo de discernir con una mínima solvencia entre lo importante y lo esencial. ¡Podemos!
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Medio digerida ya la locura erótico-futbolera estival, e iniciado el nuevo período ligero –cuando de narcotizar al pueblo y sobre todo de amasar dinero se trata, descanso, el justo–, quizá sea el momento propicio para reflexionar sobre algunos de los aspectos que acontecen alrededor del llamado “deporte profesional”. De cómo lo “profesional” se acaba convirtiendo en un mal eufemismo de “multimillonario”, y de cómo el “deporte” termina por servir al poder establecido de impagable herramienta para la domesticación social.
Todo el país (por güebos, pues estas cosas no se pueden dejar al azar) empujando desde cada rincón del solar patrio a una caterva de pijos engreídos que apenas son capaces de pararse ante la multitud enardecida a echarles un garabato (¿para qué querrá la gente esos objetos pintarrajeados?). Porque uno puede entender lo de la atracción por el espectáculo, lo de la emoción ante la buena lid, lo del pasatiempo por el pasatiempo. Pero, al menos en mi caso particular, cuesta bastante más comprender que se desembolse una pasta gansa por una camiseta de este o aquel equipo con el nombre del ídolo grabado a fuego en la espalda cual si de un tatuaje indeleble se tratara, hasta que en un par de meses al héroe le pagan un pelín más en el equipo rival y no se lo piensa dos veces, que esto o se aprovecha o se pierde, así ha sido de toda la santa vida, y la camiseta ayer venerada va directamente al contenedor del reciclaje, cuando no al cubo de la basura, por tamaña afrenta al equipo de tus amores, porque la traición no se olvida.
Yo no sé si ustedes se habrán percatado –o pueda ser que servidor adolezca ya de una percepción errónea de la realidad–, pero la información deportiva ya no es lo que era. Ahora parece que se impone hablar de casi todo menos de la competición, como supongo debe ser y de hecho fue siempre. Cualquier cotilleo periférico barato sirve para rellenar la parrilla. Un ejemplo nítido de lo que digo es el microespacio diario que una cadena privada insertaba en sus especiales durante el reciente mundial de Sudáfrica. Tras el bobo título de un minuto sin fútbol, el periodista guay cogía por la pechera a un jugador de la selección –o a un miembro del equipo técnico, porque sabido es que tratamos con una piña humana indisoluble–, y le largaba preguntas generales sobre lo divino y lo humano, en un reto inédito, pues no solo de furgol vive el hombre. Eso sí, le endosaba primero al invitado un aipad de esos para que no se lo tomara demasiado en serio, no fuera que le cogiera el gusto a lo de pensar y abandonara la concentración en el hotel de cinco estrellas, con lo que nos jugábamos, para que mientras contestaba el sesudo formulario se entretuviera matando marcianitos. Y el chico se entretenía, sumiso como un perrillo. Una de las preguntas estrella hacía referencia a su ética personal: ¿Qué borraría del mundo? Dedica varios años de tu juventud a hincar los codos para esto (hablo del plumilla). “Las injusticias”, contestaban todos como programados por la dirección de la cadena. “¿Alguna en concreto?”, les espetaba el sujetamicrófonos. “No, en general”, respondían indefectiblemente los chicos. […] ¡No me digan que no les dan ganas de coger al equipo redactor y al entrevistado y ahogarlos en orín! Créanme, no soy de los que aplaude la violencia porque sí, pero casos hay en los que ésta, lejos de merecer ser condenada de manera ramplona, se impone como un deber moral. (Es broma).
Otra. En plena crisis, la Federación no tiene empacho alguno en destinar una partida económica mareante para pagar a los chicos de la roja, como si éstos necesitaran tal incentivo para ponerle más furia a su curro diario. Se me ocurre que, una vez que el dinero te sale por las orejas, bien hubiera estado el detalle de rechazar la prima, pues en alguna parte leí a alguno de estos héroes de plastilina que es un privilegio trabajar en lo que más te gusta y encima hacerte rico. Pero no parece que el altruismo sea una de sus características, por mucho que colaboren en ciertos momentos con alguna que otra oenegé humanitaria –y en contadas ocasiones animalista, casos hay–. Y con semejante panorama, los creadores profesionales de opinión, que son ejército, ante la mera posibilidad de que a la peña le dé por cavilar y hasta llegar a la conclusión de que todo esto es una puta vergüenza, nos recuerdan que el éxito futbolero activa la economía, qué mejor receta en los tiempos que corren, y aderezan su diagnóstico con imágenes de tabernas atestadas de forofos, embutidos éstos en camisetas y bufandas, armados hasta las cejas de vuvucelas varias, atiborrándose a cerveza y patatas bravas, ocultando la evidencia de que aquí no hay para todos, y que si nos dejamos los ahorros en el bareto del barrio no lo hacemos en el restaurante de postín del centro, el lugar menos sugerente del mundo cuando de celebración desatada se trata.
Por cierto. Yo ya sentía desde mi más tierna infancia un, digamos, escaso apego a la bandera patria, desafección que se ha ido reconduciendo con el paso del tiempo hacia una contenida antipatía, y que con el atracón de julio se ha instalado en sincera hostilidad. Es lo que hay, y asumo que tal confesión me creará todavía un mayor número de enemigos, por si éramos pocos. A estas alturas, me da un poco lo mismo, y ni siquiera estoy seguro de que esta actitud indolente sea ni buena ni mala. Pueda que se trate a estas alturas de pura y jodida supervivencia.
Uno, pesimista moderado por naturaleza, alberga la secreta esperanza de que todo esto nos haga ver que todavía podemos reconducir la situación, acaso por el triste consuelo de que ciertas cosas parecen haber tocado fondo. Por aquello de que el optimismo sale gratis, quizá sea el momento de retomar con brío renovado un halo de esperanza en el ser humano, el único animal obsesionado por recordarse a sí mismo su carácter racional, tanto que con frecuencia se olvida de usar tan preciado don, y recordar que todavía estamos a tiempo de discernir con una mínima solvencia entre lo importante y lo esencial. ¡Podemos!
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© agosto de 2010
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