lunes, 19 de julio de 2010


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CUERNOS
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Los mass media nos regalaban semanas atrás dos noticias protagonizadas por cuernos. No se trata de metáfora chusca alguna, pues cada cual hace lo que quiere con su vida privada, o lo que quieren los demás, valdría más decir en algunos casos. Los cuernos a los que me refiero son de verdad cuernos, con su material óseo y lo que ha de tener todo cuerno que se precie para merecer tal nombre.

La primera de las noticias hacía referencia a una mujer de un pueblecito de la China profunda, a quien le brotaron sin saber cómo ni por qué sendas protuberancias en la frente, cual si se tratase mismamente de una ternerilla. Lo único que le deseo a la dama en cuestión es que lo lleve con dignidad, que solucione su problema (si así es percibido por la protagonista, pues parece que el regalito en la testuz le trae un poco al pairo), y sobre todo que no sea discriminada por sus convecinos al identificarla con el mismísimo Satanás reencarnado en fémina, porque aquí nos conocemos todos.
La otra noticia relata un caso en cierto modo similar, pero ha de reconocerse que aquí sí se sabe la procedencia del cuerno en cuestión. A cierto individuo le salió un cuerno de la misma boca, caso insólito en los anales de la ciencia. Salvo que nada tiene que decir la ciencia en este escenario, dado que el protagonista sabía que el cuerno estaba allí, ante él, desde hacía un buen rato. El cuerno acudía a sus repetidas llamadas, de hecho. Y en una de esas se quedó por unos instantes. Si uno lo piensa, la lógica de la situación se muestra aplastante. Cuando juegas a héroe y le colocas en el lomo la etiqueta de “enemigo” a quien vas a ensartar con distintos artilugios durante el tiempo necesario para acabar con su vida, supongo que debería entrar en tus cuentas que te pase lo que le pasó al maestro. Efectos colaterales, lo llamarían algunos. Y yo me apunto a la apreciación.

No soy de los que me alegro cuando el torero bebe de su propia medicina, aunque, a fuerza de ser sincero, he de aclarar con similar énfasis que tampoco me llevo especial disgusto en tales casos, pongamos las cosas en su justo sitio. Me pasa lo mismo con los dictadores. O con ciertos profesionales de la comunicación, a los que uno no puede sino imaginar frotándose las manos ante una portada morbosa, haciendo caja, en definitiva, porque aquí todo tiene un precio. Ya me contarán ustedes lo que aporta la fotografía en cuestión, un hombre derrotado, incapaz de escapar de su amigo –así creo haberlo leído en alguna de esas revistas sesudas de fin de semana–, como si se tratase de una extraña y sórdida obra de arte (les regalo el título: Perchero con traje de luces).
Yo no deseo la desgracia del maltratador –lo apuntaba líneas atrás–, sea torero o machista recalcitrante (cuentan que ambas cosas son harto difíciles de separar en el ámbito que nos ocupa, pero no entraré aquí en tan proceloso campo), y de hecho me hiela la sangre cada vez que ante un coso taurino los manifestantes corean satisfechos aquello de ¡Con un poco de suerte, mañana funeral!, lo que casi me distancia tanto de ellos como de los que asisten dentro a la carnicería. Y sé que semejante postura no me granjea excesivas simpatías dentro del movimiento, pero a mi edad hay cosas que ya me dan un poco lo mismo, o incluso sirven de acicate a según qué aspectos de mi militancia personal.

Declaraba con inequívoco gesto digital el maestro a la salida de la clínica que era Dios quien le había sacado de tan desagradable trance, para añadir un mes después, recuperado ya el habla, que la experiencia “le había hecho más humano”. O este tipo es tonto, o yo no entiendo nada (vaya por delante que pudieran ser ambas cosas). Porque ya me contarán ustedes qué le había costado al Altísimo impedir la sangría (detalle que tuvo de hecho con sus compañeros humanos de cartel), evitando así a Julio los dolores de los que tanto se quejaba en la cama del hospital, pobrecito mío. Y, por otro lado, calificar el trance de “positivo” (sic), por cuanto al parecer te humaniza, a mí, como buena persona que me considero, me hace desear en lo más íntimo de mi ser que el maestro vuelva a pasar por similar circunstancia –o peor– así que se plante de nuevo, chulesco y arrogante, ante su amigo-enemigo. Para que vuelva a experimentar la grandeza de espíritu y salga su humanidad convenientemente engordada. (Yerran con estrépito quienes vean atisbo de ironía macabra en mis palabras, pues me limito a recoger la panoplia de extrañas reflexiones que envuelven a la tauromaquia, en un intento imposible por justificarla).
Es por ello que tomo prestados para la ocasión los viejos gritos alrededor de los cuales se enzarzaron en histórica ocasión Millán Astray y Unamuno. Y, eso sí, me permito reformularlos, con la supongo sana intención de aportar una paradoja más a las de don Miguel: ¡Viva la estupidez! ¡Muera la ética!
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© julio de 2010
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domingo, 4 de julio de 2010


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BOY
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No hará ni un mes tuve la fortuna de pasar una de esas jornadas que te sirven para “cargar pilas”. Por motivos que no vienen al caso, asistí a la edición anual de un Concurso de Perros Sin Raza. (Así publicitado, pudiera parecer que el evento adolecía de una cierta discriminación con sus participantes, pero bien claro lo indicaba el asterisco en la pancarta: También los que la tienen serán bienvenidos). El acto estaba organizado por una de esas sociedades protectoras nutrida de seres anónimos que se dejan el alma –y otras cosas más mundanas– por aquellos que algún día fueron echados a la calle desde lo que había sido su hogar durante años, en algunos casos toda su vida (no me detendré en esta ocasión a intentar evaluar tamaño comportamiento), y a los que yo siempre tanto admiré. Me refiero a los primeros, y al hecho de que, bajo mi humilde parecer, se necesita un generoso plus de coraje para rodearse un día sí y otro también de historias terribles, ponerles además nombre, ojos y rabo. Y regalarles en no pocas ocasiones una gozosa segunda oportunidad. Si acaso los ángeles y los milagros existen, tengan por seguro que no deben de andar muy lejos de estos escenarios.

Quienes por mor de las circunstancias nos ocupamos de la defensa de los animales desde su vertiente sobre todo teórica, tenemos a veces la sensación de que quizá no llevamos a cabo una militancia completa, pues es muy fácil apretar el puño desde la comodidad del teclado, lejos de los olores de la sarna y de la visión del cuello sesgado. Estas historias nos llegan con frecuencia a la pantalla del ordenador: perros encadenados de por vida, leones obligados a saltar a través de un aro en llamas, conejos inmovilizados en los laboratorios, vaquillas linchadas por humanos con el mismo código genético que los voluntarios y voluntarias de entidades como la que organizaba el evento del que les hablo. Tener que asumir de qué pasta estamos hechos te mata o te hace más fuerte. Las imágenes sirven no obstante para alimentar tu ideología y particularmente tu repugnancia hacia buena parte de lo humano. Sin embargo, te puedes permitir el lujo de la distancia, y antes que nada de saber –a eso voy– que habrá quien cure esas heridas con sus propias manos. Imagino que cada cual es llamado a una parte de la lucha, pero he de confesar que ello no acaba de tranquilizarme del todo.

Una de las cosas que más me llamó la atención durante la citada jornada fue la gran cantidad de visitantes –me refiero a los perrunos– a los que la administración impone la poca amistosa etiqueta de “peligrosos”, precisamente aquellos que, sin atisbo de culpa propia, nacieron bajo un perfil físico determinado. Imagino que se trataría de animales adoptados de centros de acogida, repudiados en su día por dueños de corazón negro y autonomía intelectual escasa, atemorizados por unos mass media ávidos de morbo y noticias truculentas. Animales salvados de una muerte segura en el refugio correspondiente. Pues bien, y además de su número, quedé sorprendido porque durante un buen taco de horas allí no se produjera el menor incidente digno de reseña entre ellos. Supongo que este extremo supone una demostración práctica de quién es aquí de verdad el peligroso, y de que, convenientemente tratado, el animal más conflictivo se vuelve amistoso. En realidad, y con la carga de ingenuidad que ello pueda conllevar, soy de los que piensan que, lejos de fieros competidores, los animales podemos ser también “amigos para siempre”.
Llámenme exagerado, pero me traje la sensación de haber pasado unas horas en el paraíso. Dicen que tan preciado lugar sólo se disfruta una vez abandonado este valle de lágrimas y cotejado que has sido aquí abajo bueno buenísimo. Creo que no es exactamente así. Si uno se abre a las sensaciones más puras (la felicidad de los otros, un poner), por estos lares se pueden percibir paraísos con absoluta nitidez. Puede que no lo sepa explicar con palabras, aunque sé perfectamente lo que quiero decir.

Pero quizá quepa resumir todas las emociones del día en Boy, el abuelito que se llevó el galardón final. Por lo que creí entender, Boy se ha pasado buena parte de su existencia encerrado en una jaula, y ahí hubiera terminado en caso de no cruzarse con su amiga (me niego en este contexto a llamarla “dueña”) humana, quien le ofreció el mejor regalo para cualquier ser sensible: el afecto. Con toda probabilidad, Boy no responde a ninguno de esos estúpidos cánones estéticos que conceden o niegan la condición de “bello”. Pero encarna sin embargo como nadie la “belleza ética”. Y yo, que con frecuencia me abandono a esto de escribir, me siento sencillamente incapaz de recoger en un texto qué cosa pueda significar eso, aunque no tengo dificultad alguna en percibirlo como una bocanada de aire fresco, un chute de optimismo en vena. Por otro lado, Boy me hizo recuperar la desoladora idea de la unicidad. Quiero decir con ello que –salvo que se crea en realidades espirituales, y no es el caso– los animales, humanos o no, solo tenemos una oportunidad de experimentar nuestro paso por este mundo (el único posible, en lógica consecuencia), lo que comporta que se nos niega toda posibilidad de desagravio por las afrentas de las que pudiéramos haber sido víctimas. Boy es el vivo reflejo de lo que quiero decir. Será por la edad, que no perdona –hablo ahora de mí–, pero no consigo superar la desazón que me provoca esa cruel realidad.

Hubo a quienes se les llenaron los ojos de lágrimas cuando Boy recibía su medalla. No era para menos. Y hasta recuerdo en semejante tesitura a un barbudo chicarrón del norte, convenientemente apartado del público por aquello del pudor masculino, menuda tontería.
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© julio 2010
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