lunes, 25 de noviembre de 2013



JÚBILO POR EL LLANTO DE UN NIÑO


Hacía tiempo que quería contar esto en alguna parte visible, pues ya lo compartí en conversaciones íntimas con varias personas de mi entorno, y todas asintieron con una medio sonrisa cómplice antes de que acabara mi exposición, lo cual significa que sabían por dónde iba la misma, y que pensaban de hecho igual, pero que, como yo mismo, se habían guardado la sensación para sí, sabedoras de que una parte aún significativa de la sociedad no las comprendería, y aun malinterpretaría con generosa dosis de mala fe su relato.

Al grano. ¿Quién de ustedes no siente un sincero júbilo al percatarse de que es en realidad el llanto de un niño lo que creíamos lamentos de un animalito? ¿A que saben ahora a qué me refiero, sin necesidad de que continúe el artículo? (No obstante, y como quiera que tiene este una hechura formal algo más larga, me entretendré algo en la reflexión). Comprenderán también quienes se hallen conectados a la “empatía transespecífica” el motivo del gozo: un niño tiene por doquier prioridad absoluta, de tal forma que su desconsuelo será mitigado con relativa inmediatez. Incluso allí donde los Derechos Humanos son todavía apenas un raquítico embrión, siendo niño se goza de un estatuto moral muy superior al de cualquier animal, con lo que la dramática distancia se mantiene. Y ese es, creo, el objetivo último de la teoría animalista: equiparar sufrimientos idénticos desde su calidad de indeseables, igualar nuestro compromiso de no dañar a nadie si podemos evitarlo, con total independencia de que sea la víctima gato urbano, fontanero, paloma o reponedor de supermercado.

Por tanto –y si de ser consecuentes se trata–, deberíamos adoptar idéntica postura en caso de hallarnos en una sociedad donde fuesen los bebés los desfavorecidos. Quiero decir con ello que, desde la decencia que por defecto se nos supone, habríamos de sentir entonces un inmenso alivio al comprobar que el lamento proviene de un gatito abandonado, y no de un crío. No sé si ustedes me siguen. Porque reconozcan al menos que contar esto requiere un cierto cuajo, y pretender que encima se entienda a la primera resulta de una ingenuidad carmelita. Saltará una buena parte de quienes lo oyen –que no “escuchen”– con aquello de que “se prefiere a los animales que a los niños”, o al menos “que se prioriza el sufrimiento de aquellos sobre el de estos”. Y en cierta forma es esa la realidad. Mas requiere la sentencia de una cuidada gestión, aunque lo que todo esto necesita de verdad es una postura humanista y bienpensante de quien oye y escucha.

Desear por estos lares –sirve el adverbio para cualquier rincón del mundo– que sea un niño el que berrea no muestra sino un mero acto de buenos deseos, y lo contrario una demostración de inmensa mezquindad. No entenderlo a la primera, hasta comprensible. Soltar pestes a la mitad del relato, una mezcla de ignorancia y racanería moral. Eso es todo, amigos.



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