jueves, 24 de octubre de 2013


BLACKFISH


–Oficina del Sheriff, dígame…
–¡Necesitamos que venga alguien al parque acuático! ¡Una ballena se ha comido a la entrenadora!

“Impactante y mordaz”; “Fascinante”; “Obligatoria”. Son algunos de los calificativos que la prensa ha dedicado a este documental que en breve podrá verse en algunos de nuestros cines.

Trata de orcas en cautividad. Sí, las famosas “ballenas asesinas”, una triste etiqueta que solo la especie más asesina del planeta podría endosarles. Gabriela Cowperthwaite, la directora, reúne en la cinta imágenes sobrecogedoras y entrevistas con fuerte carga emotiva que exploran la extraordinaria naturaleza de estas criaturas y el trato que reciben en los parques acuáticos. También la poco conocida vida de sus adiestradores y las terribles presiones que ejerce sobre ellos la industria del entretenimiento. En definitiva, Blackfish nos invita a reflexionar sobre la relación que “perpetramos” con nuestro entorno, y de paso nos muestra lo poco que los humanos hemos aprendido de los animales en general. Quizá por ello los seguimos encarcelando para sacar de ellos apenas una patética foto que colocar en nuestro álbum.

–Tenían avionetas, lanchas rápidas… les lanzaban bombas… Pero no era la primera vez que las cazaban… ellas se acordaban… sabían que iban a por las crías.

Verano de 2010. Dawn Brancheau, una reconocida entrenadora del parque SeaWorld de Orlando (Florida, EEUU), muere atacada por la orca Tilikum. Millones de personas ven la luctuosa noticia en los informativos. También Gabriela, quien se pregunta por qué un animal tan inteligente ataca a su “amiga”, la mano que le da de comer. Se supone que eso es algo que no debería ocurrir jamás, pues en dichos lugares los animales viven felices y los adiestradores están seguros. Pero hay algo en toda esta lógica que no casa. La documentalista trató de entender esa historia no tanto como una activista, sino como una madre que lleva a sus hijos al SeaWorld, o incluso como una profesional que no puede dejar los hechos tal cual sin intentar ir más allá en lo ocurrido. Ella lo explica de la siguiente y gráfica manera: “Durante dos años fuimos bombardeados por hechos aterradores, informes de autopsias, declaraciones sollozantes y animales infelices. Pero según avanzaba el trabajo sabía que teníamos la oportunidad de desenredar algunas cosas que habían quedado por aclarar a lo largo del camino, y todo lo que tenía que hacer era contar la verdad”.   

–Si ustedes pasaran veinticinco años en una bañera, ¿no estarían enfadados, molestos… quizá “un poco” psicóticos?

La licitud moral del uso de animales en diversas formas de entretenimiento –confinadas las víctimas en los clásicos circos o en los parques acuáticos– está siendo seriamente cuestionado. A pesar de su rudo sobrenombre, las imponentes orcas son animales amistosos y pacientes. Pero la paciencia tiene un límite, y en ocasiones el esclavo estalla y se revela. ¿Tenemos entonces autoridad moral para “condenar” un comportamiento que bien podríamos calificar de “legítima defensa”? ¿Es de hecho moralmente defendible la captura y el cautiverio perpetuo de seres que necesitan grandes espacios, establecer lazos familiares, huir de sus perseguidores y perseguir a sus presas?

Califican a Blackfish como “uno de los mejores documentales del año”, y con toda probabilidad aciertan. Más si tenemos en cuenta su talante crítico y a la vez constructivo. Imprescindible para cualquier videoteca animalista y en general como material didáctico. Harás bien en verla.






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lunes, 14 de octubre de 2013


BROTES VERDES


Suelo pasar ocasionalmente algunos días en eso que se dio en llamar la “España profunda”. Con esta terminología etiquetadora hay que observar exquisito cuidado, no sea que estés adosando calificativos a diestro y siniestro con similar alegría que injusticia. De todo hay en la viña del señor, y uno se alegra bastante más de que ese crisol de mentalidades se dé en unas partes antes que en otras. Pues bien, les cuento que de mi penúltima visita a la zona vine con renovado espíritu, tras la anécdota a partir de la cual gira este artículo.

Mi pareja y un servidor sabemos que el viaje acarrea un cierto cambio de mentalidad, pues hay que tratar allí con gente “algo diferente” a nosotros. No entro en si mejores o peores, dada la relatividad de las cosas en general y de las cosas morales en particular. Pero somos muy conscientes de que, por el bien de todos, procede un severo cambio de chip, a menos que queramos acabar a las primeras de cambio a trompadas con todo lo [humano] que se mueve. Es por ello que nos conectamos al “modo diplomático” en cuanto pisamos aquella tierra.

Instalados en la casa familiar, tenemos por sana costumbre coger el coche cuando languidece la tarde, sin rumbo fijo, y lo mismo acabamos bordeando la aliseda de un río que subiendo a la iglesia de un pueblo perdido en el páramo. Este fue el caso. Aparcamos allí (Quintanilla de Urz, enigmático nombre) como podríamos haberlo hecho en cual otra localidad. Está presidida esta por una iglesia de piedra tosca, pero cuidada hasta el mimo, con un jardincillo en su fachada que la hace singular. Al poco apareció una mujer de complexión fuerte, acompañada de una cachorrita encantadora, cuyo rabo frenético anunciaba a los forasteros amistad perruna sin dobleces. Nosotros, huérfanos de Koska desde hacía apenas dos meses y medio, nos lanzamos a acariciar cualquier bicho de pelo o pluma, son las cosas del querer y de la ausencia. Nos preguntó la mujer si éramos turistas, y asentimos. Entró en escena entonces otra perrita, esta adulta, regordeta y por igual amistosa, acompañada de su madre (me refiero a la madre de la señora inicial, para que no nos liemos entre canes y humanos). La conversación fue la clásica en estos casos: que de dónde éramos, que si estábamos alojados en la zona y demás. Nos interrumpió una tercera pareja persona-perro. Y dieron comienzo al paseo cotidiano, al que fuimos amablemente invitados. Aceptamos, por ver qué se cocía allí. Porque allí se cocía algo de nuestro interés, o al menos del interés de mi pareja, nuestra parte perspicaz e inteligente (es lo que hay). Nos contó la portavoz que quedaban a diario “a pasear a las perras”, hecho ya curioso y hasta ilusionante en según qué sitios, o esa es la idea que manejamos algunos. Nos dijeron que para ellas sus animales eran muy queridos, tras señalar un lugar en el suelo, junto a una hilera de humildes arbolitos, donde al parecer reposaban los restos de la última integrante del grupo canino desaparecida. Evito relatarles lo que aquella confesión supuso para quienes llevamos defendiendo a los animales algo más de la mitad de nuestra vida. Ya de vuelta, tras confesar uno de los integrantes del grupo que era de Manganeses de la Polvorosa, se nos ocurrió preguntar, por cerciorarnos, si se trataba del famoso pueblo de cuyo campanario arrojaban una cabra los mozos durante las fiestas locales, allá por los años noventa, y que acabó por abolirse tras las protestas animalistas. Nos dijo que sí, que ese era el pueblo, y hubiéramos continuado con la banal conversación de no haber comentado uno de ellos algo que nos dejó helados: “Sí, una barbaridad; como lo del Toro de la Vega de Tordesillas”. Ambos nos miramos incrédulos y pasmados, pensando en si se trataría de un traicionero sueño o si el comentario era real como la vida misma. Aquella gente, que normalmente identificamos –por el mero hecho de formar parte de una determinada comunidad– desde la lejanía con la defensa acérrima de todo lo suyo, también de la tortura pública de animales, se mostraba inequívoca ante unos desconocidos contra el lanzamiento de una cabra desde un campanario y de la persecución y alanceo de un morlaco aterrado… ¡y hasta contra las tradicionales corridas de toros! Les trasladamos nuestra perplejidad, que aumentó si cabe al manifestarnos que allí había bastante gente que no comulgaba con dichas “barbaridades”. Apenas fueron veinte minutos de contacto, pero suficientes para que nos trajéramos esta vez la experiencia como un regalito extra, gratis total, porque la ética se vende hoy a precio de oro, y bastante más en unos sitios que en otros.

Quiero pensar en “brotes verdes”. Que quizá las cosas estén cambiando a un ritmo más ágil del que cree el segmento animalista más mustio, porque seguro que hay factores que se nos escapan en la evaluación global. Tras esta edición del linchamiento de Tordesillas se ha producido una especie de tsunami “anti Toro de la Vega”. Parece como si de repente (nada súbito ni espontáneo, en cualquier caso, pues hay detrás un arduo trabajo de décadas) hubiera triunfado –o como mínimo se hubiera abierto cierto paso– lo “políticamente correcto”; es decir, condenar ese esperpento medieval, convirtiendo en “fea” su defensa. Si acaso la cuestión va por ahí, no la considero mala noticia.


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