lunes, 14 de octubre de 2013


BROTES VERDES


Suelo pasar ocasionalmente algunos días en eso que se dio en llamar la “España profunda”. Con esta terminología etiquetadora hay que observar exquisito cuidado, no sea que estés adosando calificativos a diestro y siniestro con similar alegría que injusticia. De todo hay en la viña del señor, y uno se alegra bastante más de que ese crisol de mentalidades se dé en unas partes antes que en otras. Pues bien, les cuento que de mi penúltima visita a la zona vine con renovado espíritu, tras la anécdota a partir de la cual gira este artículo.

Mi pareja y un servidor sabemos que el viaje acarrea un cierto cambio de mentalidad, pues hay que tratar allí con gente “algo diferente” a nosotros. No entro en si mejores o peores, dada la relatividad de las cosas en general y de las cosas morales en particular. Pero somos muy conscientes de que, por el bien de todos, procede un severo cambio de chip, a menos que queramos acabar a las primeras de cambio a trompadas con todo lo [humano] que se mueve. Es por ello que nos conectamos al “modo diplomático” en cuanto pisamos aquella tierra.

Instalados en la casa familiar, tenemos por sana costumbre coger el coche cuando languidece la tarde, sin rumbo fijo, y lo mismo acabamos bordeando la aliseda de un río que subiendo a la iglesia de un pueblo perdido en el páramo. Este fue el caso. Aparcamos allí (Quintanilla de Urz, enigmático nombre) como podríamos haberlo hecho en cual otra localidad. Está presidida esta por una iglesia de piedra tosca, pero cuidada hasta el mimo, con un jardincillo en su fachada que la hace singular. Al poco apareció una mujer de complexión fuerte, acompañada de una cachorrita encantadora, cuyo rabo frenético anunciaba a los forasteros amistad perruna sin dobleces. Nosotros, huérfanos de Koska desde hacía apenas dos meses y medio, nos lanzamos a acariciar cualquier bicho de pelo o pluma, son las cosas del querer y de la ausencia. Nos preguntó la mujer si éramos turistas, y asentimos. Entró en escena entonces otra perrita, esta adulta, regordeta y por igual amistosa, acompañada de su madre (me refiero a la madre de la señora inicial, para que no nos liemos entre canes y humanos). La conversación fue la clásica en estos casos: que de dónde éramos, que si estábamos alojados en la zona y demás. Nos interrumpió una tercera pareja persona-perro. Y dieron comienzo al paseo cotidiano, al que fuimos amablemente invitados. Aceptamos, por ver qué se cocía allí. Porque allí se cocía algo de nuestro interés, o al menos del interés de mi pareja, nuestra parte perspicaz e inteligente (es lo que hay). Nos contó la portavoz que quedaban a diario “a pasear a las perras”, hecho ya curioso y hasta ilusionante en según qué sitios, o esa es la idea que manejamos algunos. Nos dijeron que para ellas sus animales eran muy queridos, tras señalar un lugar en el suelo, junto a una hilera de humildes arbolitos, donde al parecer reposaban los restos de la última integrante del grupo canino desaparecida. Evito relatarles lo que aquella confesión supuso para quienes llevamos defendiendo a los animales algo más de la mitad de nuestra vida. Ya de vuelta, tras confesar uno de los integrantes del grupo que era de Manganeses de la Polvorosa, se nos ocurrió preguntar, por cerciorarnos, si se trataba del famoso pueblo de cuyo campanario arrojaban una cabra los mozos durante las fiestas locales, allá por los años noventa, y que acabó por abolirse tras las protestas animalistas. Nos dijo que sí, que ese era el pueblo, y hubiéramos continuado con la banal conversación de no haber comentado uno de ellos algo que nos dejó helados: “Sí, una barbaridad; como lo del Toro de la Vega de Tordesillas”. Ambos nos miramos incrédulos y pasmados, pensando en si se trataría de un traicionero sueño o si el comentario era real como la vida misma. Aquella gente, que normalmente identificamos –por el mero hecho de formar parte de una determinada comunidad– desde la lejanía con la defensa acérrima de todo lo suyo, también de la tortura pública de animales, se mostraba inequívoca ante unos desconocidos contra el lanzamiento de una cabra desde un campanario y de la persecución y alanceo de un morlaco aterrado… ¡y hasta contra las tradicionales corridas de toros! Les trasladamos nuestra perplejidad, que aumentó si cabe al manifestarnos que allí había bastante gente que no comulgaba con dichas “barbaridades”. Apenas fueron veinte minutos de contacto, pero suficientes para que nos trajéramos esta vez la experiencia como un regalito extra, gratis total, porque la ética se vende hoy a precio de oro, y bastante más en unos sitios que en otros.

Quiero pensar en “brotes verdes”. Que quizá las cosas estén cambiando a un ritmo más ágil del que cree el segmento animalista más mustio, porque seguro que hay factores que se nos escapan en la evaluación global. Tras esta edición del linchamiento de Tordesillas se ha producido una especie de tsunami “anti Toro de la Vega”. Parece como si de repente (nada súbito ni espontáneo, en cualquier caso, pues hay detrás un arduo trabajo de décadas) hubiera triunfado –o como mínimo se hubiera abierto cierto paso– lo “políticamente correcto”; es decir, condenar ese esperpento medieval, convirtiendo en “fea” su defensa. Si acaso la cuestión va por ahí, no la considero mala noticia.


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