UN CRIMEN INACEPTABLE
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Con toda probabilidad se ha idealizado en exceso el papel del cazador-pescador humano en épocas pasadas. Para nuestra mente fantasiosa, resulta más seductor imaginar a grupos de rudos varones persiguiendo y dando muerte a grandes animales que a apacibles familias recolectando bayas en los márgenes de un río o compartiendo cadáveres con otras especies carroñeras. Supongo que esta visión literaria de nuestro pasado es un tributo a nuestra prepotencia y al papel dominante que nos empeñamos en ejercer.
De cualquier forma, uno de los aspectos más ilustrativos y preocupantes de esta fase evolutiva es encontrar la razón por la que, cuando las comunidades humanas se hacen ganaderas y convierten en “almacenable” al ganado que les sustenta, siguen persiguiendo y matando animales. La respuesta, por fatalista que pueda parecer, hay que buscarla en esa ancestral y maldita tendencia de los seres humanos a agredir a los demás, incluso en situaciones objetivamente evitables. Porque ése es, a mi juicio, el punto crucial del debate teórico sobre la caza y la pesca deportiva. ¿Se trata realmente de actividades necesarias, tal y como argumentan sus partidarios? Por cierto, ¿qué entendemos por necesaria? En un plano ético, que es el terreno en el que los animalistas nos movemos, solo es estrictamente necesario aquello que responde a nuestras necesidades primarias básicas y que no puede obtenerse por otra vía. No es el caso de la caza y la pesca. Noventa y siete de cada cien vascos no matan animales por diversión, lo que induce a pensar que podemos sublimar ciertos tipos de violencia unilateral sin mayores problemas.
La verdad es que no existe un solo argumento coherente entre los utilizados por quienes justifican ese crimen masivo al que eufemísticamente denominan arte cinegético. Expresiones como “gestión del medio natural” o “aprovechamiento de los recursos” apenas consiguen maquillar lo que en realidad no pasa de ser una masacre perpetrada por pistoleros con licencia para matar. El lenguaje tecnicista al que recurren sus ideólogos esconde en el fondo una actitud mezcla de arrogancia, de egoísmo y de desprecio hacia el sufrimiento ajeno. Sería más honesto por su parte legitimar estas agresiones desde una posición antropocéntrica que tratar de buscar argumentos propagandísticos con los que distraer la conciencia de la opinión pública.
La caza y la pesca deportiva violan los derechos más elementales de seres sensibles, en particular los que hacen referencia a la vida y a la integridad física y emocional. Así, en esta temporada que empieza cientos de miles de individuos inocentes (cifras para la CAV) serán perseguidos sin piedad, tiroteados, o muertos por asfixia en el caso de los peces. Seres cuyo único “error” ha sido nacer perdiz en lugar de águila imperial, conejo en vez de lince ibérico, o una mierda de trucha en lugar de un espléndido delfín. Se destruirán familias (muchas especies forman parejas estables de por vida y para ellos la pérdida de su pareja constituye una auténtica tragedia). Un buen número de individuos agonizará en los ribazos, desangrándose hasta que mueran por estrés, gangrena o inanición. Y todo debidamente autorizado por la Administración, con la inestimable cobertura propagandística de los medios informativos, y la trágica pasividad de buena parte de la opinión pública. En una sociedad éticamente decente, los responsables de esta matanza serían detenidos, llevados ante un juez, y condenados por agresión o por incitación a la violencia. Pero la comunidad humana actual ve a los animales como meros recursos lúdicos susceptibles de ser explotados por simple capricho.
También en el tema de la pesca y la caza hay efectos colaterales. Otros animales son utilizados como simples instrumentos (perros, hurones, aves rapaces, reclamos), o aquellos que, aún vivos, son ensartados en el anzuelo, mientras el que los manipula pone exquisito cuidado para no pincharse. Todos ellos son tratados con una brutalidad chapucera, intercambiados y sustituidos una vez tras otra cuando no responden a las expectativas creadas.
Quienes afirman que actividades como la caza y la pesca deportiva resultan imprescindibles para el equilibrio ecológico no han explicado todavía cómo se las arreglaba el planeta antes de aparecer sobre su faz los domingueros de la caña y la escopeta. Resulta sorprendente (o a lo mejor no tanto) que este argumento en extremo simplista siga siendo la piedra angular de su discurso. Al final, somos los animalistas los que tenemos que recordar que las Diputaciones crean y crían animales con el único objeto de soltarlos ante unos desalmados que la emprenden a tiros con ellos, en lo que constituye un crimen institucional vergonzante.
La verdad se muestra mucho más prosaica. Todo aquel que decide practicar estas actividades lo hace por que le gusta, por una cuestión de puro ocio. Tratar de buscar en ello razones conservacionistas o equilibradoras es tan patético como absurdo.
Los ciudadanos deberíamos oponernos a la caza y la pesca con la misma vehemencia con la que condenamos otros fenómenos de violencia gratuita como los de naturaleza política o doméstica. No podemos olvidar en ningún momento el espíritu que mueve a toda postura solidaria: la lucha por la justicia y contra el sufrimiento gratuito.
De cualquier forma, uno de los aspectos más ilustrativos y preocupantes de esta fase evolutiva es encontrar la razón por la que, cuando las comunidades humanas se hacen ganaderas y convierten en “almacenable” al ganado que les sustenta, siguen persiguiendo y matando animales. La respuesta, por fatalista que pueda parecer, hay que buscarla en esa ancestral y maldita tendencia de los seres humanos a agredir a los demás, incluso en situaciones objetivamente evitables. Porque ése es, a mi juicio, el punto crucial del debate teórico sobre la caza y la pesca deportiva. ¿Se trata realmente de actividades necesarias, tal y como argumentan sus partidarios? Por cierto, ¿qué entendemos por necesaria? En un plano ético, que es el terreno en el que los animalistas nos movemos, solo es estrictamente necesario aquello que responde a nuestras necesidades primarias básicas y que no puede obtenerse por otra vía. No es el caso de la caza y la pesca. Noventa y siete de cada cien vascos no matan animales por diversión, lo que induce a pensar que podemos sublimar ciertos tipos de violencia unilateral sin mayores problemas.
La verdad es que no existe un solo argumento coherente entre los utilizados por quienes justifican ese crimen masivo al que eufemísticamente denominan arte cinegético. Expresiones como “gestión del medio natural” o “aprovechamiento de los recursos” apenas consiguen maquillar lo que en realidad no pasa de ser una masacre perpetrada por pistoleros con licencia para matar. El lenguaje tecnicista al que recurren sus ideólogos esconde en el fondo una actitud mezcla de arrogancia, de egoísmo y de desprecio hacia el sufrimiento ajeno. Sería más honesto por su parte legitimar estas agresiones desde una posición antropocéntrica que tratar de buscar argumentos propagandísticos con los que distraer la conciencia de la opinión pública.
La caza y la pesca deportiva violan los derechos más elementales de seres sensibles, en particular los que hacen referencia a la vida y a la integridad física y emocional. Así, en esta temporada que empieza cientos de miles de individuos inocentes (cifras para la CAV) serán perseguidos sin piedad, tiroteados, o muertos por asfixia en el caso de los peces. Seres cuyo único “error” ha sido nacer perdiz en lugar de águila imperial, conejo en vez de lince ibérico, o una mierda de trucha en lugar de un espléndido delfín. Se destruirán familias (muchas especies forman parejas estables de por vida y para ellos la pérdida de su pareja constituye una auténtica tragedia). Un buen número de individuos agonizará en los ribazos, desangrándose hasta que mueran por estrés, gangrena o inanición. Y todo debidamente autorizado por la Administración, con la inestimable cobertura propagandística de los medios informativos, y la trágica pasividad de buena parte de la opinión pública. En una sociedad éticamente decente, los responsables de esta matanza serían detenidos, llevados ante un juez, y condenados por agresión o por incitación a la violencia. Pero la comunidad humana actual ve a los animales como meros recursos lúdicos susceptibles de ser explotados por simple capricho.
También en el tema de la pesca y la caza hay efectos colaterales. Otros animales son utilizados como simples instrumentos (perros, hurones, aves rapaces, reclamos), o aquellos que, aún vivos, son ensartados en el anzuelo, mientras el que los manipula pone exquisito cuidado para no pincharse. Todos ellos son tratados con una brutalidad chapucera, intercambiados y sustituidos una vez tras otra cuando no responden a las expectativas creadas.
Quienes afirman que actividades como la caza y la pesca deportiva resultan imprescindibles para el equilibrio ecológico no han explicado todavía cómo se las arreglaba el planeta antes de aparecer sobre su faz los domingueros de la caña y la escopeta. Resulta sorprendente (o a lo mejor no tanto) que este argumento en extremo simplista siga siendo la piedra angular de su discurso. Al final, somos los animalistas los que tenemos que recordar que las Diputaciones crean y crían animales con el único objeto de soltarlos ante unos desalmados que la emprenden a tiros con ellos, en lo que constituye un crimen institucional vergonzante.
La verdad se muestra mucho más prosaica. Todo aquel que decide practicar estas actividades lo hace por que le gusta, por una cuestión de puro ocio. Tratar de buscar en ello razones conservacionistas o equilibradoras es tan patético como absurdo.
Los ciudadanos deberíamos oponernos a la caza y la pesca con la misma vehemencia con la que condenamos otros fenómenos de violencia gratuita como los de naturaleza política o doméstica. No podemos olvidar en ningún momento el espíritu que mueve a toda postura solidaria: la lucha por la justicia y contra el sufrimiento gratuito.
© octubre 2001
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