lunes, 1 de octubre de 2007


SETAS

Tengo la –supongo– sana costumbre de salir al campo cuando puedo, momento que suele coincidir con los domingos por la mañana. (Poco original en ese aspecto, lo reconozco). Lo hago por darle una alegría a mi perra y por dármela a mí mismo. Es una forma como otra cualquiera de huir del ruido, de la contaminación y de las aglomeraciones de la ciudad. Pero desde hace unas semanas me encuentro con que el campo alavés (y, según leo, también el de los territorios históricos hermanos) se halla invadido por una nueva especie de depredador no clasificada aún por la comunidad científica: los seteros. No me interpreten mal. Nada más lejos de mi intención que endosar calificativo hiriente alguno a nadie, sino sólo emitir un diagnóstico objetivo. Y es que creo que lo de la recolección de setas este otoño raya con lo obsesivo, cuando no con lo directamente enfermizo. Llámenme exagerado, pero es que ya me dirán ustedes si no cómo calificar a los varios miles de ciudadanos de ambos sexos que se lanzan cada fin de semana al primer praderío que ven a arrancar todo aquello con forma de seta. Sospecho además que la inmensa mayoría, lejos de heredar una tradición familiar o algo parecido, lo asumen como una afición sobrevenida, una especie de comportamiento mimético sin razón ni fundamento fuera del simple pasatiempo.
Lo que les cuento. Una turbamulta de personas y personitas (sí, los más pequeños también, con sus minicestas y todo, que la tradición hay que mamarla desde la más tierna infancia) a la caza y captura de pacíficas galanpernas e inocentes boletus, a quienes que no cabe achacar otra culpa ni delito que nacer donde siempre han nacido sus congéneres, en el bosque, y tener un agradable sabor tras pasar por fogones y sartenes. Ustedes me dirán si no estamos ante un ataque masivo a inocentes, una razzia sin justificación ni precedentes.
Mención especial merece la actitud de los medios de comunicación, que adoptan una postura esquizofrénica difícil de entender para un profano. Por un lado, asumen una clara apología con la cosa esta de recoger setas, entre risas y chanzas varias (total, por diez millones de hongos, que diría un Ministerio), para poner cara circunspecta a continuación, y advertir a lectores-oyentes-televidententes que, de seguir así la situación, más pronto que tarde las autoridades competentes se verán obligadas a regular el hasta ahora popular e inocuo arte de la micorecolección amateur. A mí que me lo expliquen, porque no lo pillo. Me cuentan que hasta un diario regala a sus fieles lectores la consabida cesta y el cuchillo de marras, el pack completo. Un crimen, lo que yo les diga. Y lo de la esquizofrenia mediática, fíjense y me darán la razón.

Quisiera también abordar el fenómeno desde un prisma, como lo diría…, de incompatibilidad de derechos. Rescato para ello aquella teoría de los colectivos anticaza ochenteros, que reivindicaban el derecho de los no cazadores a observar los pajarillos en el medio natural, cantando bellas melodías o dando la tabarra con sus graznidos, lo que a cada uno corresponda. Pues eso, que se me ocurre que con el tema que traigo a colación podría hacerse una reflexión similar. ¿Qué hay del derecho de los senderistas a disfrutar de una impresionante amanita o de un grupo de no menos espectaculares pedos de lobo? Ahora que la era digital ha democratizado el arte de la fotografía, no me negarán que es un fastidio que uno se lance al monte en busca de la foto del año, y la instantánea más parecida sea la una cesta repleta de cadáveres.
Me comentan que entre los aficionados –ignoro si tanto en el caso de los históricos como en el de los advenedizos, o incluso si pudiera tratarse de una leyenda urbana– hasta se han establecido códigos internos no escritos, por los cuales, el setero que halle un ejemplar tóxico, pues garrotazo y santas pascuas. Por aquello de la solidaridad, para evitar intoxicaciones masivas. ¡Tócate los champiñones!
Y otra. La legislación vigente en materia de naturaleza. También creo que en este campo (no es un chiste fácil, que me ha salido espontáneo) nos movemos en una doble moral de diván, pues la normativa prohíbe arrancar en determinadas zonas protegidas cualquier elemento del medio natural y llevártelo a casa, mientras permite (por razones ignotas para un servidor a la hora de escribir este artículo) la micoesquilmación masiva de montes y ribazos. O sea, que en cualquier otra época del año a mí se me puede llamar la atención si fracturo una ramita en un descuido, pero si pertrechado de cesta y navaja curva me introduzco en la foresta y rapiño con todo lo que encuentro a mi paso, los mismos guardas que me apercibían antes pasan ahora de largo. Pues muy mal, qué quieren que les diga. Pero que muy mal. Aquí la ley para todos o para nadie.

No quisiera terminar sin dejar escrito un aspecto que me ronda la cabeza, una mera hipótesis, personal e intransferible. La de que todo este fenómeno de rapiña colectiva adolezca incluso un cierto tinte político. ¿Tinte político?, se preguntará más de un lector y lectora. Sí, tinte político, respondo. Porque pudiera darse el caso de estar incorporando sin saberlo al decálogo del buen vasco una característica racial no descrita hasta la fecha: la de setero. Abertzale, euskaldun… y setero. ¿Se imaginan? (Es broma, no me hagan caso).

Termino ya. Y lo hago con una expresión que no mencionaré en su literalidad por aquello de evitar groserías innecesarias en un medio tan serio como éste, un comentario inocente que usa cierta amiga mía con respecto a la obsesión mico-patriótica que le ha cogido a medio país. Imaginen hasta dónde afirma ella estar de los seteros.
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© octubre 2007
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