DECONSTRUCCIÓN
En alguna parte oí hablar del término “deconstrucción”, creo que aplicado a la gastronomía e incluso a una disciplina filosófica. Me suena también el concepto “arte perecedero”. Lo que no sabía es que los tres fenómenos pueden darse en un solo lugar físico, e incluso en una figura concreta. Sucede, doy fe. Y sucede en la ciudad de Vitoria, sucede con una escultura de título Murru y cuya autoría se atribuye a un tal Joseba Agirre, según la horrenda placa informativa que la acompaña a una prudente distancia. Justo detrás del Palacio Foral se encuentra, para que sepan de qué les hablo si tienen a bien acercarse por la zona. Yo sirvo de simple notario, que a mí la cosa en principio ni me va ni me viene. Pero como leo que la tal escultura es propiedad del Ayuntamiento, o sea, de todos, incluido yo, pues me veo en la obligación moral de dar cuenta del desaguisado. Porque se trata de un desaguisado de órdago. Les cuento.
La escultura fue colocada hará como un año (tampoco me hagan mucho caso con las fechas) y su historia ya empezó torcida. Digo lo de torcida porque así la colocaron los operarios desde el primer momento, torcida y bien torcida, que hasta un miope ve que aquello ladea de mala manera si uno la mira de perfil. Salvo que se trate de un deseo expreso del autor –que en la cosa esta del arte hay que andarse con mucho tino–, pero mi intuición masculina me dice que no. Bueno, la cuestión es que la obra atrajo a los niños, esos encantadores cachorritos humanos, que la incluyeron en sus juegos, ora subiéndose a ella en masa, ora colgándose de sus brazos. Hablo de esta nueva hornada de pequeñajos a los que sus modernos padres dejan sueltos y a los que no reprenden ni aunque los vean apaleando a una viejecita. Y desde el primer día empezó un evidente y triste proceso de deconstrucción, que ahí voy con el título. Permanece desde entonces rodeada casi siempre de restos de la batalla, trozos de madera (su materia prima) desperdigados por el parquecito de abedules. Y si uno se acerca a la obra ve que a aquello le faltan partes, pues hasta las tuercas que sujetan y mantienen conjuntada la escultura –o al menos lo intentan– quedan ya a la vista. Una pena. A este paso acabará quedando una triste astillita en el suelo que alguien se llevará como recuerdo.
El último intento por detener a la marabunta ha consistido en colocar alrededor de la agredida un seto de plantas ornamentales espinosas, pero parece que este factor, lejos de ahuyentarles, constituye un reto añadido para los chavales, porque la obra está de bote en bote así que sale un día soleado. Sin ir más lejos, hace bien poco traté de hacerles comprender que aquello no estaba ni medio bien, y que si habían colocado el seto de espinos era por algo, pero el líder natural de la manada me espetó: “A nosotros, ni con alambre electrificado” (sic). Mi pregunta es si el Ayuntamiento va a tratar de capturar a los responsables del desaguisado tendiéndoles una red para después gasearlos, como hacen con las palomas. A igual responsabilidad, igual castigo, que dicen. Supongo que para ganarse su confianza los operarios tendrían que esparcir el suelo de gominolas en lugar de granos de maíz, pero eso son cuestiones técnicas menores.
Yo no sé si el autor pasa con frecuencia por allí, o si está intentando resolver la cuestión de manera infructuosa, pero a menos que alguien lo remedie, les digo yo que algún cineasta local empezará haciendo sus pinitos en el mundo del corto con una creación teniendo como protagonista la obra citada. Ya les adelanto el título: “La increíble historia de la escultura menguante”.
De momento, y mientras no se solucione el caso, yo solo pido una cosa a título personal: que no me hablen de plagas, de animales peligrosos, de especies invasoras. Que no me hablen de todo eso, que todavía la tenemos.
En alguna parte oí hablar del término “deconstrucción”, creo que aplicado a la gastronomía e incluso a una disciplina filosófica. Me suena también el concepto “arte perecedero”. Lo que no sabía es que los tres fenómenos pueden darse en un solo lugar físico, e incluso en una figura concreta. Sucede, doy fe. Y sucede en la ciudad de Vitoria, sucede con una escultura de título Murru y cuya autoría se atribuye a un tal Joseba Agirre, según la horrenda placa informativa que la acompaña a una prudente distancia. Justo detrás del Palacio Foral se encuentra, para que sepan de qué les hablo si tienen a bien acercarse por la zona. Yo sirvo de simple notario, que a mí la cosa en principio ni me va ni me viene. Pero como leo que la tal escultura es propiedad del Ayuntamiento, o sea, de todos, incluido yo, pues me veo en la obligación moral de dar cuenta del desaguisado. Porque se trata de un desaguisado de órdago. Les cuento.
La escultura fue colocada hará como un año (tampoco me hagan mucho caso con las fechas) y su historia ya empezó torcida. Digo lo de torcida porque así la colocaron los operarios desde el primer momento, torcida y bien torcida, que hasta un miope ve que aquello ladea de mala manera si uno la mira de perfil. Salvo que se trate de un deseo expreso del autor –que en la cosa esta del arte hay que andarse con mucho tino–, pero mi intuición masculina me dice que no. Bueno, la cuestión es que la obra atrajo a los niños, esos encantadores cachorritos humanos, que la incluyeron en sus juegos, ora subiéndose a ella en masa, ora colgándose de sus brazos. Hablo de esta nueva hornada de pequeñajos a los que sus modernos padres dejan sueltos y a los que no reprenden ni aunque los vean apaleando a una viejecita. Y desde el primer día empezó un evidente y triste proceso de deconstrucción, que ahí voy con el título. Permanece desde entonces rodeada casi siempre de restos de la batalla, trozos de madera (su materia prima) desperdigados por el parquecito de abedules. Y si uno se acerca a la obra ve que a aquello le faltan partes, pues hasta las tuercas que sujetan y mantienen conjuntada la escultura –o al menos lo intentan– quedan ya a la vista. Una pena. A este paso acabará quedando una triste astillita en el suelo que alguien se llevará como recuerdo.
El último intento por detener a la marabunta ha consistido en colocar alrededor de la agredida un seto de plantas ornamentales espinosas, pero parece que este factor, lejos de ahuyentarles, constituye un reto añadido para los chavales, porque la obra está de bote en bote así que sale un día soleado. Sin ir más lejos, hace bien poco traté de hacerles comprender que aquello no estaba ni medio bien, y que si habían colocado el seto de espinos era por algo, pero el líder natural de la manada me espetó: “A nosotros, ni con alambre electrificado” (sic). Mi pregunta es si el Ayuntamiento va a tratar de capturar a los responsables del desaguisado tendiéndoles una red para después gasearlos, como hacen con las palomas. A igual responsabilidad, igual castigo, que dicen. Supongo que para ganarse su confianza los operarios tendrían que esparcir el suelo de gominolas en lugar de granos de maíz, pero eso son cuestiones técnicas menores.
Yo no sé si el autor pasa con frecuencia por allí, o si está intentando resolver la cuestión de manera infructuosa, pero a menos que alguien lo remedie, les digo yo que algún cineasta local empezará haciendo sus pinitos en el mundo del corto con una creación teniendo como protagonista la obra citada. Ya les adelanto el título: “La increíble historia de la escultura menguante”.
De momento, y mientras no se solucione el caso, yo solo pido una cosa a título personal: que no me hablen de plagas, de animales peligrosos, de especies invasoras. Que no me hablen de todo eso, que todavía la tenemos.
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© abril 2007
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