MARSALIS, LLACH
El músico de jazz Wynton Marsalis acaba de recibir con todo el boato que la ocasión requiere la medalla de oro de la ciudad de Vitoria. Yo ni entro ni salgo en el tema del merecimiento de tan ilustre galardón, pues es éste un terreno resbaladizo como pocos, de tal suerte que lo que para unos es de pura justicia para otros supone un completo despropósito. Se concede la medalla a Wynton por su al parecer “larga e intensa” relación con Gasteiz. Hasta donde yo sé –y puede que mi desinformación sea oceánica–, el artista nos ha visitado cada vez que se le contrató para participar en el festival de julio, cobrando una pasta, seguro que merecida, tampoco ahí entro. Y el premio se lo lleva particularmente por haber compuesto una obra dedicada a la ciudad, y que se supone hará las veces de embajadora local a lo largo y ancho del planeta. Dicen que de ilusiones vivimos, y quizá sea cierto.
Si acaso hasta este preciso punto todo viene a ser razonablemente correcto, reconozcamos que a partir de aquí la cosa empieza a atufar a corrección política aderezada con la consabida dosis de catetismo al que tan aficionados somos por ciertos lares. Porque convengamos que sin suite no hay medalla, al menos estaremos de acuerdo en eso. No exploraré demasiado el terreno íntimo de la composición en sí misma, pero sepan ustedes que tras ella anida una historia plagada de anécdotas, muchas de las cuales no merecerían desde luego el calificativo de “dignas”. (Los periodistas de investigación tienen ahí un magnífico terreno abonado, aunque bien es cierto que desde arriba harán todo lo posible por aferrarse al conocido aforismo que aconseja a los profesionales de la comunicación no dejarse seducir por la verdad si ello les chafa una buena noticia). Y mucho me temo que la noticia empieza y acaba en el protocolo desplegado para la entrega del premio, pues hasta el grupo oficial de maceros flanqueaba al trompetista en su paseo camino del altar. Añadamos a la escena el correspondiente baño de autoestima consistorial, y el reportaje está servido. Quizá nunca un premio tan gordo fue tan barato.
Apenas difundida la noticia con cuentagotas por un telediario entre sombrío y cutre, el también músico Lluís Llach se colocaba rabioso al piano para componer una de las obras más contundentes del último cuarto de siglo: Campanades a morts. Hablaba de tres jóvenes que acababan de ser ametrallados y muertos por la policía franquista en una ciudad de provincias donde nunca pasaba nada. La desaparición física del dictador apenas tres meses antes no había despejado las dudas sobre el futuro de todo un país tras décadas de férreo totalitarismo. Desde entonces, Llach siempre tuvo una estrecha vinculación emocional con Vitoria, en este caso natural y serena, sin encargos forzados ni interpretaciones extravagantes sobre qué se supone debería reflejar en su obra. El réquiem del compositor catalán sale del corazón y de la víscera, que acaso son la misma cosa cuando la cólera toma el sitio a la razón. Cada vez que Lluís visitó nuestra ciudad para ofrecer un concierto reservó un lugar especial a Campanades. No podía ser de otra forma. Recuerdo que hace muchos años, durante un recital en el viejo pabellón de Mendizorrotza, se fue la luz de repente, y los más agoreros afirmaban que era la policía –ya entonces Nacional– quien intentaba abortar el acto reivindicativo. La gente se puso nerviosa, y seguro que no exagero si digo que fue él quien más conservó la calma, curtido como estaba en mil batallas de escenario. Pasados treinta años desde los trágicos sucesos, Llach dio por concluida su etapa profesional pública, y con tal motivo se rodó un documental sobre su vida. Decide entonces vertebrarlo a través de los hechos que hicieron brotar aquella noche de principios de marzo su obra maestra. Todo un detalle hacia quienes aún esperan que se reconozcan los acontecimientos como lo que de verdad fueron: un crimen de Estado, como el mismo Lluís reconocía durante el inolvidable concierto del Buesa Arena. En realidad, él utilizaba el término terrorismo para etiquetar lo que sucedió entonces, y no seré yo quien le corrija una sola letra.
Nunca hubo medalla de oro de la ciudad para Lluís Llach, ni se la espera. Es lo que tiene la cosa esta de los reconocimientos oficiales, que están diseñados y dirigidos con calibre de precisión para satisfacer algunas de las necesidades más mezquinas del alma humana. Uno no es precisamente entusiasta de condecoraciones, pero, ya que están, no sería mala cosa que se establecieran unos criterios mínimos para merecerlas, evitando así que se las lleven quienes apenas son capaces de señalar con el dedo en un mapamundi la posición exacta de la ciudad que besa sus pies.
Llámenme estúpido romántico, pues algo de ello hay, pero soy de los que piensan que solo cuando determinadas personas reciban lo que en justicia merecen –incluso uno de esos pomposos medallones–, habrá saldado cuentas pendientes con su propia historia reciente nuestra querida Gasteiz.
.El músico de jazz Wynton Marsalis acaba de recibir con todo el boato que la ocasión requiere la medalla de oro de la ciudad de Vitoria. Yo ni entro ni salgo en el tema del merecimiento de tan ilustre galardón, pues es éste un terreno resbaladizo como pocos, de tal suerte que lo que para unos es de pura justicia para otros supone un completo despropósito. Se concede la medalla a Wynton por su al parecer “larga e intensa” relación con Gasteiz. Hasta donde yo sé –y puede que mi desinformación sea oceánica–, el artista nos ha visitado cada vez que se le contrató para participar en el festival de julio, cobrando una pasta, seguro que merecida, tampoco ahí entro. Y el premio se lo lleva particularmente por haber compuesto una obra dedicada a la ciudad, y que se supone hará las veces de embajadora local a lo largo y ancho del planeta. Dicen que de ilusiones vivimos, y quizá sea cierto.
Si acaso hasta este preciso punto todo viene a ser razonablemente correcto, reconozcamos que a partir de aquí la cosa empieza a atufar a corrección política aderezada con la consabida dosis de catetismo al que tan aficionados somos por ciertos lares. Porque convengamos que sin suite no hay medalla, al menos estaremos de acuerdo en eso. No exploraré demasiado el terreno íntimo de la composición en sí misma, pero sepan ustedes que tras ella anida una historia plagada de anécdotas, muchas de las cuales no merecerían desde luego el calificativo de “dignas”. (Los periodistas de investigación tienen ahí un magnífico terreno abonado, aunque bien es cierto que desde arriba harán todo lo posible por aferrarse al conocido aforismo que aconseja a los profesionales de la comunicación no dejarse seducir por la verdad si ello les chafa una buena noticia). Y mucho me temo que la noticia empieza y acaba en el protocolo desplegado para la entrega del premio, pues hasta el grupo oficial de maceros flanqueaba al trompetista en su paseo camino del altar. Añadamos a la escena el correspondiente baño de autoestima consistorial, y el reportaje está servido. Quizá nunca un premio tan gordo fue tan barato.
Apenas difundida la noticia con cuentagotas por un telediario entre sombrío y cutre, el también músico Lluís Llach se colocaba rabioso al piano para componer una de las obras más contundentes del último cuarto de siglo: Campanades a morts. Hablaba de tres jóvenes que acababan de ser ametrallados y muertos por la policía franquista en una ciudad de provincias donde nunca pasaba nada. La desaparición física del dictador apenas tres meses antes no había despejado las dudas sobre el futuro de todo un país tras décadas de férreo totalitarismo. Desde entonces, Llach siempre tuvo una estrecha vinculación emocional con Vitoria, en este caso natural y serena, sin encargos forzados ni interpretaciones extravagantes sobre qué se supone debería reflejar en su obra. El réquiem del compositor catalán sale del corazón y de la víscera, que acaso son la misma cosa cuando la cólera toma el sitio a la razón. Cada vez que Lluís visitó nuestra ciudad para ofrecer un concierto reservó un lugar especial a Campanades. No podía ser de otra forma. Recuerdo que hace muchos años, durante un recital en el viejo pabellón de Mendizorrotza, se fue la luz de repente, y los más agoreros afirmaban que era la policía –ya entonces Nacional– quien intentaba abortar el acto reivindicativo. La gente se puso nerviosa, y seguro que no exagero si digo que fue él quien más conservó la calma, curtido como estaba en mil batallas de escenario. Pasados treinta años desde los trágicos sucesos, Llach dio por concluida su etapa profesional pública, y con tal motivo se rodó un documental sobre su vida. Decide entonces vertebrarlo a través de los hechos que hicieron brotar aquella noche de principios de marzo su obra maestra. Todo un detalle hacia quienes aún esperan que se reconozcan los acontecimientos como lo que de verdad fueron: un crimen de Estado, como el mismo Lluís reconocía durante el inolvidable concierto del Buesa Arena. En realidad, él utilizaba el término terrorismo para etiquetar lo que sucedió entonces, y no seré yo quien le corrija una sola letra.
Nunca hubo medalla de oro de la ciudad para Lluís Llach, ni se la espera. Es lo que tiene la cosa esta de los reconocimientos oficiales, que están diseñados y dirigidos con calibre de precisión para satisfacer algunas de las necesidades más mezquinas del alma humana. Uno no es precisamente entusiasta de condecoraciones, pero, ya que están, no sería mala cosa que se establecieran unos criterios mínimos para merecerlas, evitando así que se las lleven quienes apenas son capaces de señalar con el dedo en un mapamundi la posición exacta de la ciudad que besa sus pies.
Llámenme estúpido romántico, pues algo de ello hay, pero soy de los que piensan que solo cuando determinadas personas reciban lo que en justicia merecen –incluso uno de esos pomposos medallones–, habrá saldado cuentas pendientes con su propia historia reciente nuestra querida Gasteiz.
© julio 2009
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Muy bueno Kepa. A mi me gustaría que las medallas al trabajo etc las empezaran a dar a trabajadores, y no a gente que disfruta con su trabajo y encima cobran una pasta.
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