sábado, 29 de agosto de 2009


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BOGSIDE 69

Quizá sea el del sesenta y nueve el verano más excitante en la memoria colectiva de la comunidad infantil de Bogside, el barrio católico extramuros de Derry, allá en la lejana Irlanda del Norte. En la mente de la chavalería, a la increíble llegada del hombre a la luna se unió semanas más tarde la revuelta de sus padres y sus hermanos mayores. Un largo y cálido verano para recordar el resto de la vida.

Muchos de los entonces niños de Bogside tuvieron que reunirse en casa de algún familiar más o menos solvente para presenciar en directo uno de los hitos de la humanidad, o al menos así vendían la hazaña los americanos: pisar la superficie lunar, algo que no pocos atribuyeron al típico montaje cinematográfico yanki en su obsesiva carrera espacial contra los rusos. En los barrios protestantes de Derry la realidad era sustancialmente distinta, pues el nivel económico de sus vecinos les permitía, entre otras cosas, tener televisor en la mayoría de los hogares. Nacer en una u otra comunidad marcaba en buena medida el estatus de sus miembros, como pasaba de hecho en muchas otras partes del mundo y aún hoy sigue aconteciendo en según qué rincones. Quienes permanecían hipnotizados ante la pantalla viendo a aquellos tipos enfundados en grotescos trajes de buzo ni sospechaban que apenas unas semanas después ellos mismos serían protagonistas de los noticiarios.
A mediados de agosto estalló la furia de la comunidad católica de Bogside, y la revuelta duró tres días. Los adolescentes recibieron un curso rápido sobre fabricación de cócteles molotov en las azoteas de los edificios, y desde allí mismo los lanzaban con sorprendente destreza a una policía atónita y semiderrotada. Había que ver a los agentes, sudosoros y humillados, sentados por grupos en las aceras recobrando el aliento. Los mismos agentes que minutos antes se enfrentaban a pedradas con la turbamulta civil, en ocasiones hasta que ésta les hacía retroceder y salir por pies, componiendo un escenario entre surrealista y cómico. A veces se reserva el calificativo de “románticos” a ciertos enfrentamientos físicos entre humanos. Hay quien afirma que acaso fue la Guerra Civil española la última lucha romántica del siglo XX. Supongo que se trata de una de esas reflexiones efectistas a las que tan aficionados son historiadores y analistas políticos. Quizá quepa incluir en la lista a Cuba, a Nicaragua, al mismo Ulster.
La que con el tiempo acabó siendo conocida como Batalla de Bogside supuso con toda seguridad el comienzo oficioso del terrible conflicto que enfrentó durante tres décadas a católicos y protestantes en Irlanda del Norte a través de un sinfín de grupos armados que decían defender los intereses legítimos de sus “representados”. (En inglés el conflicto se conoce como The Troubles, burlesco eufemismo para una locura que se cobró más de tres mil quinientas vidas). Con todo, y a pesar de su inusitada virulencia, la batalla no se saldó con muertos, aunque sobre el terreno fue de facto el preludio de un conflicto que despertó interés –cuando no abiertas simpatías hacia uno u otro bando– en medio mundo al principio, y que acabó derivando en lo más parecido a un chapucero ajuste de cuentas en los sórdidos arrabales de las ciudades. La refriega de Bogside nos regala imágenes impagables: ciudadanos de chaqueta y corbata apedreando a las fuerzas del orden, mujeres insultando a los agentes a apenas unos centímetros de su cara hasta obligarles a mirar hacia otro lado, los mismos policías saltando cuales ridículos guiñoles para evitar que los cantos les golpearan las piernas… Los niños que antes mencionaba encantados de la vida entre los cascotes y los camiones calcinados, convertidos éstos en improvisados toboganes. Una jovencísima Bernadette Devlin rodeada de micrófonos a la puerta de su apartamento ofrecía una espontánea rueda de prensa. El conjunto de todas esas imágenes constituyen –creo– todo un homenaje a la más absoluta irreverencia. Fue en Bogside donde el ejército británico intervino por primera vez durante el conflicto, y allí se cimentó de hecho una parte sustancial del sentimiento nacionalista católico, porque sabido es que hay ideologías que florecen a base de palos y botes de humo.

En los días posteriores, retiradas ya las “fuerzas del orden”, Bogside se convirtió en un feudo inexpugnable del IRA –como lo fueron durante años otros barrios de Belfast hasta que Londres puso en marcha la Operación Motorman–, cuyos miembros patrullaban las calles metralleta en ristre, anónimos tras las capuchas, parando a los automóviles en los check-point de ciertas calles para identificar a sus ocupantes. Era obvio que la población local se sentía más segura mostrando su carné al vecino armado que al policía de la RUC, cuerpo hacia el que a partir de los sucesos de agosto la comunidad católica norirlandesa forjó un odio perenne que solo se diluyó con su propia desaparición física, hace no tantos años. Las mujeres de aquel verano en Bogside dejaban por la noche las puertas de sus casas abiertas, por si las cosas se complicaban y los resistentes tenían que hacer uso de ellas para refugiarse. Incluso algunas tenían el detalle de dejar en la salita todo lo necesario para que los chicos se prepararan en un momento dado un reparador café, o un té. Luego, con el tiempo, todo derivó en carnicería, como suele acontecer casi sin excepción cuando intervienen seres humanos.

Siempre hubo quien se esforzó machaconamente en establecer paralelismos entre los conflictos norirlandés y vasco. Yo no soy experto en el tema, desde luego, pero los números a veces nos echan una mano en esto de evaluar realidades. También se conmemora este verano un aniversario redondo, en este caso el de cierto grupo terrorista sureuropeo que, viendo la luz diez años antes de Bogside, persiste en su carrera hacia la nada más de una década después de Stormont. Hagan cuentas.
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© agosto 2009
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