viernes, 27 de septiembre de 2013


POLIS MALOS


No soy de los que cuentan sus batallitas a las primeras de cambio –ora durante el desayuno a comensales somnolientos, ora en la sobremesa a familiares desconocidos–, entre otras razones porque algunas de mis cuitas son públicas. Pero hoy toca.

Me recuerdo esposado dentro de un furgón policial (hace de esto la tira de años, de cuando ni tenía aún la barba semicana), tras negarme a la identificación requerida por los agentes, quienes desde la otra punta de la concentración hicieron el recorrido con el insano propósito de tocarme las narices. Vista su actitud provocadora y chulesca (llevaba desde el principio desplegada toda una dotación antidisturbios, armados sus ocupantes de fusiles lanzapelotas, ante una veintena de antitaurinos, equipados estos con “peligrosísimos” carteles reivindicativos y en el más absoluto silencio), mi conciencia me invitó a no colaborar, y les dije con toda la serenidad que pude que el menda no iba a facilitarles la labor. La labor consistió en llevarme hasta la furgoneta sí o sí: que el menda no anda, pues se le arrastra, que para eso los polis antidisturbios no se andan con remilgos, ya se lo digo yo. Convenientemente “acomodado” en mi asiento del coche oficial, comprobé enseguida que no iba a hacer el viaje en solitario –imagino que quisieron llenar el vehículo por motivos ecológicos, yo qué sé–. Al poco entró Iñigo en similar tesitura. Su acomodo no fue tan sencillo como el mío, pues era y es grande como un oso, y se veía que allí o sobraban piernas o faltaba coche. “Nos van a dar hostias por un tubo”, me espetó protocolario. Yo le miré con una expresión mitad sonrisa mitad mueca, y le dije que no exagerase, que estábamos en el mundo civilizado y no en un país dictatorial del África profunda. Entonces Iñigo soltó una carcajada mientras me miraba con aire paternalista: “Kepa… la policía es igual en todas partes”.

No se produjo la anunciada somanta. Quizá porque compartimos la zona de calabozos con Inestrillas y sus secuaces, que la habían hecho más gorda, y nosotros no pasábamos de ser al fin y al cabo un par de jovenzuelos idealistas. Unas pocas horas en aquel diáfano agujero, sórdido pero limpio, identificación, y a casita, que se enfría la sopa. La acusación policial aseguraba que había “intentado agredir a los agentes de todas las formas posibles”, y que de hecho había causado desperfectos en uno de los vehículos (adjuntaban la fotografía de una goma fuera de sitio). Diagnóstico: desobediencia grave a la autoridad. La jueza instructora no les debió de creer, dado que mutó el “grave” por un más cauteloso “leve”, haciendo caso omiso al “atentado a la autoridad en grado de tentativa” y al “deterioro del coche”. Y digo yo que si una juez no se cree ni de lejos la versión policial redactada en el atestado, por ende considera que sus responsables están mintiendo (¿es esto legal?), con lo que la famosa “presunción de veracidad” que por defecto se asigna a los agentes de la autoridad vale aquí tanto como un billete de tres euros. En el juicio no fue llamado a testificar ninguno de los polis que intervinieron en mi detención, y ni siquiera se me solicitó que ofreciera mi versión de los hechos. Me pregunté entonces –y me sigo preguntando ahora– para qué demonios me hicieron perder una mañana si estaba de antemano sentenciado. Simplemente se me condenó a pagar una multa, dos mil pelillas del ala, nada que te arruine, desde luego, pero llegaba entonces para algún que otro capricho gastronómico.

Lo que quiero transmitirles con esta historia es que a fuerza de hostias –también aquellas que no nos dieron– se aprende, y me refiero con ello a la ingenuidad de pensar que la Policía nos defiende, que vela por nuestros intereses tanto como por los de su propia familia, o que uno se mete por defecto a poli por querer servir a la sociedad y hacerla mejor. Hay casos en que así es, en efecto, y yo mismo conozco de cerca algunos, que antes que polis [buenos] son amiguetes, o precisamente por eso. Pero hace ya mucho que no me creo cuentos edulcorados, y vivo en el convencimiento de que buena parte de las fuerzas de seguridad se nutren de “polis malos”. Como creo que la mayoría de quienes dan sus primeros pasos en el correspondiente cuerpo lo hacen con relativa (o absoluta) buena fe; pero el ambiente les acaba malignizando más pronto que tarde. A mí, con los policías, sean nacionales, autonómicos o locales, siempre me asalta la duda de si acaso se metieron en eso por ser así, o si son así porque se metieron en eso.

Me incoan ahora un expediente sancionador por “intentar parar una carrera de burros, llamar `peleles´ a los agentes, arengar a los manifestantes a la rebelión, negarme repetidamente a ser identificado, y no sé cuántas cosas más”. Todo yo solito, que para eso soy vasco, ante varios miles de ciudadanos y con un amplio despliegue mediático tomando imágenes. Lo mismo que confesé al principio del artículo mis culpas –no las que me endosaron, sino las ciertas–, les digo que las acusaciones actuales pertenecen a la más burda fantasía, al género de la literatura delirante, y en buena medida a la mala leche. Nada de lo que ahí pone es ni medianamente cierto, pues los periodistas lo hubieran recogido con profusión al día siguiente en su crónica sobre la patética carrera, y nadie mencionó ni por asomo lo que los polis afirman en comandita. Lo que sí escribió algún medio local fueron los calificativos de parte del público hacia mi persona, el ya clásico y desgastado “¡hijo de puta!”, que lo mismo vale para un árbitro que para un animalista. Pero ellos, con el visor que les da su magnánima condición, solo constataron a un tipo desquiciado intentando abortar la carrera y formar la de Dios es Cristo. ¡La imaginación en el poder! 

Tampoco quisiera terminar este texto en plan abuelete contestatario (algo hay de cada cosa, también es cierto), ni con la consabida moraleja facilona. Pero déjenme que les traslade una sugerencia con toda seguridad innecesaria: no sean ingenuos, o al menos no lo sean desde la estupidez de creer lo primero que les cuentan sobre la bondad y la maldad del personal. Pues nada, queridos y queridas lectoras, que afrontaremos con la dignidad que el caso merece este nuevo desaguisado, ataviado en lo escénico con distintos uniformes y números de placa, pero con los mismos protagonistas en lo moral: polis malos.

P. D.: Cada vez que el tiempo refresca recuerdo aquel primer episodio con la policía, cuando cierto dolor sordo aparece en mi muñeca derecha al hacer un giro indebido. La colocación [también indebida] de las esposas me lesionó un tendón, y con ello bregaré para los restos. Poca cosa, no se preocupen. Imagino que algún graciosillo malicioso (¿poli malo?) estará pensando en estos momentos: “Pues no la gires”.


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