miércoles, 23 de julio de 2014



CARRERAS DE BURROS: ENTRE LO PATÉTICO Y LO CANALLA


No son pocos los lugares de la geografía patria donde se celebran “carreras de burros”. Naturalmente, no es que los animalitos queden en un determinado paraje para competir entre sí, pues en tal caso sería cosa suya. Me refiero a las carreras que, organizadas por peñas, cuadrillas, comisiones festivas y demás entidades de similar pelaje, se valen de pollinos para que estos midan su capacidad atlética. ¿Qué hay de malo en ello? “La pregunta habría que hacérsela a los burros”, he oído decir a ciertas mentes preclaras, como si los animales no nos contaran a través de toda una parafernalia gestual sus emociones y su estado anímico. Con todo el mérito de un título académico, intuyo que no se necesita para según qué apreciaciones. De hecho, no se solicita a nadie el título de Pediatría para la pertinencia moral de su denuncia por malos tratos al niño de turno. ¿Qué creemos que ha de sentir un bebé dejado a pleno sol, que además llora y patalea, colorado como un tomate, sino un extremo desagrado (sufrimiento)?

Si, en general, las carreras entre animales promocionadas por los humanos merecen una reflexión en sí mismas, aquellas protagonizadas por determinadas especies se convierten en modelo de escasa virtud moral. ¿Por qué precisamente burros? Acaso esa sea la pregunta clave. Y la respuesta se presenta tan punzante como cierta: porque se trata de animales que en nuestra jerarquía moral ocupan muy bajos estratos de consideración. Se les supone tercos, necios e insensibles, cuando están muy lejos de todo eso, como atestiguan no solo los etólogos, sino todo aquel que haya tenido la oportunidad de convivir con uno de estos animales, y como en cualquier caso debería dictarnos el más elemental sentido común. A los burros les encanta tratar con los suyos, o pegar brincos porque sí, o retozar en la arena; depende. Cosas de burros, en definitiva. Lo que me temo que no les gusta nada es que les trasladen a un escenario festivo (charangas, cohetes, griterío), ante miles de personas, y les obliguen a colocarse en la rampa de salida. Para ello hay que “convencerles”. Y como tienen la [razonable] costumbre de negarse a avanzar hacia lo que presumen desagradable (¿estúpidos?), se les lleva sí o sí, pues al fin y al cabo son meros borricos y no caballos alazanes. El firme de baldosa (con frecuencia mojada) no ayuda, y de hecho sufren una permanente sensación de inseguridad bajo sus patas. Por eso no avanzan por deseo propio. A menos que se tire de ellos mediante sogas o empujándoles del trasero. Pero creo que a eso lo llaman “por la fuerza”.

Quizá la carrera de burros que más proyección mediática tiene sea la que se celebra cada 25 de julio en Vitoria-Gasteiz, pomposa capital de Euskadi –con una Ordenanza Municipal de Protección Animal recién aprobada y más que lustrosa–, que sin embargo se resiste a cerrar página. Es cuestión de tiempo. O mejor diré “de tiempos”, porque en pleno siglo XXI ya no caben ciertos espectáculos, por muy incruentos que sean. Los animalistas llevan años denunciando tan chusco evento, y el pasado año, por primera vez, no se produjeron agresiones físicas a los animales durante la prueba. Hasta el alcalde garantizó en declaraciones públicas que nadie tiraría de los pollinos ni los empujaría. Vale que un alcalde no esté obligado a entender de comportamiento asnal… ¡pero es que hasta el más torpe de la ciudad sabe que un équido colocado ahí, en medio del gentío, se queda quieto-parao, sin saber qué hacer ni para dónde tirar! Bueno, miento… los animales miraban de reojo al camión que les trajo cada vez que pasaban por ese punto del recorrido. Al parecer, solo quienes protestaban se percataron del “detalle”. Sin diplomas acreditativos.

¿Dice algo la normativa proteccionista sobre lo que aquí tratamos? Pues sí. De forma genérica, los distintos textos de aplicación prohíben “Maltratar a los animales o someterlos a cualquier práctica que les pueda producir sufrimientos o daños y angustia injustificados”. Parece obvio que el acto afecta a sus elementales intereses de bienestar. Dice también que no cabe “Imponerles la realización de comportamientos y actitudes ajenas e impropias de su condición o que impliquen trato vejatorio”. No se sabe que los burros, en su medio natural, organicen competiciones con motivo de cada Santiago Apóstol, ni que prefieran hacerlo frente a una multitud y la algarabía general que en privado. Sospecho que, de poder, elegirían quedarse en su parcela, ora pastando, ora echando una siestecita con los colegas. No necesitamos preguntarles, pues ya nos responden con sus ojos, con sus belfos, con sus orejas: están aterrorizados. ¿No les parece? Asimismo, la normativa local proscribe sobre el papel “Utilizar animales en espectáculos que puedan herir la sensibilidad de las personas que los contemplan”. El pasado año fueron treinta los y las ciudadanas (cada cual con su filiación completa) que manifestaron este extremo en una denuncia formal. Los técnicos la desestimaron.

Pero uno, que ya peina canas, prefiere ver la botella medio llena. Pues sepan que hasta no hace tanto a los burros se les paseaba de bar en bar tras la infame “carrera”, que les atizaban sin descanso con lo primero que pillaban, o que incluso se les llegaron a introducir vía rectal hortalizas picantes, por “animarlos” en su cometido. Hoy el espectáculo da sus últimas bocanadas, y sería estupendo que este artículo contribuyera a ello. Sus promotores tienen aún la oportunidad de acabar de manera digna esta lúgubre etapa tomando decisiones dignas y plausibles. De persistir la cerrazón, serán “los tiempos” –y la decencia política– los que les desplacen y cedan paso a aires frescos y modernos. 

Por cierto… ¿de verdad alguien cree que son los animales los que compiten? ¡Claro que no! En realidad, compiten sus jinetes. Aunque sospecho que ni ellos saben con certeza a qué. Porque estos eventos, reconozcámoslo, oscilan entre lo patético y lo canalla. Son patéticos en cuanto que nos retratan –a los humanos– en nuestros más bajos instintos, creando un escenario de dominación. Y al tiempo canalla, pues no se me ocurre otro calificativo para quien, pudiendo divertirse de mil formas respetuosas, elige aquella que molesta, duele y ridiculiza.


[*] Escribí este artículo para El caballo de Nietzsche, el blog animalista de eldiario.es.



© julio 2014


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