viernes, 25 de julio de 2003


EL ÚLTIMO VIAJE
DE KIZKUR

El procedimiento es sencillo. Quienes lo llevan a cabo lo han hecho cientos de veces. Ésta es simplemente una más. Hoy no hay comida, no tiene sentido. Hoy se llevan a Kizkur a lo que él cree un pequeño paseo, pero hay algo diferente que no consigue descifrar. Acaba en la sala veterinaria. Lo suben a la mesa metálica y, sin demasiados preámbulos, le inyectan. A los pocos minutos, un rápido sopor se adueña del animal. Se acabó. Enseguida le suministrarán una segunda dosis que le paraliza el corazón. Kizkur se ha convertido en un cuerpo inerte. Tenía apenas dos años y todo el vigor del mundo. Un mundo al que nunca debió venir. Jamás conoció una familia estable a la que dar y de la que recibir afecto. Su vida placentera apenas duró tres meses, lo justo para que a quienes propiciaron el apareamiento de sus padres se les pasara el entusiasmo inicial, y el pis en la alfombra que tanta gracia hacia al principio acabó por hartarles hasta el punto de medio regalar al juguetón cachorro al primero que se interesó por él.

La mayoría de la gente sigue pensando que el acto del abandono de un animal de compañía se escenifica en la carretera, con un coche que repentinamente frena, abre la puerta y lanza al exterior al perro o gato de turno. Es posible que esta situación se produzca de manera ocasional, pero lo cierto es que una buena parte de los abandonos se producen hoy a las mismas puertas de los pulcramente llamados Centros de Protección Animal, que en la práctica se limitan a actuar como meros campos de concentración y exterminio. La Administración se ha encargado no tanto de liderar verdaderas campañas contra el abandono, sino de canalizar éste hacia las perreras (horrendo nombre que, sin embargo, hace justicia a lo que en realidad representan estos centros). Si los animales no vagan por la ciudad, no existen. Se facilita el abandono encubierto, y problema solucionado.
Pero lo cierto es que una buena parte de los casos en los que alguien se acaba desentiendo del animal tiene su origen en la procreación fortuita o deliberada. En cualquiera de los casos, se trata de un comportamiento claramente irresponsable. Hasta un 95% de los casos de abandono se produce bajo estas circunstancias. Son los terribles datos que manejan las sociedades protectoras y otros organismos que dedican su trabajo a estudiar tan repugnante práctica.

Lo más probable es que Kizkur fuera el fruto de una de estas situaciones. Que naciera de un capricho de sus dueños, a los que medio vecindario les pidió un cachorro cuando supieron que Linda estaba preñada. Los mismos vecinos y amigos que, una vez destetados los cachorros, no cumplieron su palabra y comenzaron a poner excusas. Empiezan los problemas. Los cachorros que quedan siguen creciendo y no encuentran un destino apropiado. La familia se ha encariñado demasiado con ellos como para tomar decisiones drásticas. Acaban regalándolos al amigo de un conocido que promete cuidarlos bien. Kizkur hará las labores de guardia en un terreno que tiene a las afueras de la ciudad. Un paraíso para un perro, según él. El animal, que sólo ha conocido un entorno de afecto y rico en estímulos, no acaba de entender por qué está todo el día atado a una cadena, ni las razones por las que le dejan solo a media tarde, en el más absoluto aislamiento durante toda la noche. No puede satisfacer sus necesidades emocionales más básicas, como el deseo de jugar o de formar parte de un grupo jerárquico. Todas estas carencias le convierten en un ser desequilibrado, con un desproporcionado ímpetu para las relaciones con los humanos. Tal vez un pequeño mordisco bienintencionado sea interpretado por el nuevo dueño como el síntoma inequívoco de que se trata de un animal agresivo. La misma persona que le ha condenado a un mundo de tres metros, a oler constantemente sus propias heces, a acabar con lesiones en el cuello provocadas por el roce de la cadena, a soportar el asfixiante calor del verano y las frías madrugadas del invierno, al más brutal e injusto de los aislamientos, es la misma persona que decide llevarlo a la perrera antes de que se convierta en un perro asesino de esos que matan niños y amputan ancianos cuando lo deciden los medios de comunicación. Con apenas un año, Kizkur está entre rejas, con escasas posibilidades de encontrar un hogar donde se le trate como a un ser sensible y necesitado de afecto. Unos meses más, y estará listo para el viaje a la fría mesa metálica del veterinario. Su último viaje.

La que acabo de relatar bien pudiera ser una de tantas historias a las que condenamos a ciertos animales, aquellos con los que más afinidad empática hemos desarrollado. Cruel paradoja.
Por aproximación estadística, en la ciudad donde se edita este diario se acaba con la vida de cuatro de estos animales cada día, sábados y domingos incluidos. Más de mil al año. Seis mil en todo Euskadi. O tal vez diez mil, porque muchos centros ni siquiera hacen públicas estas macabras cifras. Miles de seres en la plenitud de sus vidas, la mayoría jóvenes y sanos, pero sin nadie que quiera hacerse cargo de ellos. Mientras tanto, otros varios miles de ciudadanos orgullosos de su “amor a los animales” adquieren, a cambio de cifras astronómicas, animales a criaderos profesionales que asumen su actividad desde un prisma puramente comercial, donde el factor limitante siempre será el beneficio económico final, y no tanto el bienestar del “material” con el que trabajan.

A pesar del sombrío panorama, la Administración apenas hace nada para paliar esta terrible situación. Alguna tímida campaña que en ningún caso aborda el origen del problema con coraje, no vaya a ser que los ciudadanos se molesten y el voto en las próximas elecciones corra peligro. Así las cosas, se hace difícil no identificar tales iniciativas como una burda propaganda, que trata sobre todo de acallar conciencias (vivimos en una sociedad que tiende a suponer que todo lo regulado deja de ser un problema) y de lavarse las manos.
A todo esto hay que añadir el absoluto desinterés por las iniciativas emprendidas en otros países como Italia o Catalunya en el sentido de asumir el compromiso de no sacrificar animales abandonados. Esta realidad no parece suponer desafío moral alguno en nuestro entorno político. En el caso del país transalpino, fue el propio gobierno quien impulsó una ley en 1991 que prohibía la matanza sistemática de todos aquellos animales sin dueño que se desarrollan en el entorno humano, incluidas las palomas de las ciudades. Y el caso catalán sigue siendo noticia a nivel nacional, con la aprobación parlamentaria de una ley progresista donde las haya.

Mientras todo esto sucede a unos pocos cientos de kilómetros, por estos lares continuamos adoptando una decepcionante relajación en materia de protección animal, lo que condena a Kizkur a tener que seguir haciendo su constante y último viaje.
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© julio 2003
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