viernes, 1 de agosto de 2003


UNA CRUEL IRONÍA

La normativa sobre perros que el Gobierno central ha sacado adelante ilustra hasta qué extremo puede llegar la mezquindad humana. Pero vamos por partes. Conviene precisar desde el principio que, objetivamente, los perros peligrosos no son deseables, como no lo son las mujeres, los niños o los ancianos si ofrecen el mismo peligro. Asimismo, parece razonable tratar de contrarrestar cualquier situación lesiva actuando sobre sus agentes. Sin embargo, el error argumental de fondo que subyace a la polémica creada artificialmente por la Administración (con los medios informativos como caja de resonancia), consiste en identificar a los perros como el principal elemento que genera y causa el conflicto. Así, el poder legislativo ha puesto en marcha su devastadora maquinaria, no tanto para paliar el problema desde su raíz, sino para dar una satisfacción fácil a la ciudadanía egoísta, de tal forma que cuando, a partir de ahora, se produzcan casos desgraciados, la responsabilidad del poder político quede en apariencia cubierta, vendiéndonos el eficaz mensaje del “nosotros ya hemos hecho lo que teníamos que hacer”.

Resulta obvio, por otra parte, que los seres humanos somos mucho más peligrosos para los perros de lo que ellos puedan serlo para nosotros. La estadística que aporta la Administración nos recuerda que cada día se producen siete agresiones de estos animales a personas. Pero silencia el hecho de que, en ese mismo espacio de tiempo, doscientos cincuenta miserables abandonan impunemente a su suerte a otros tantos inocentes perros, de los que la mayoría deberán ser sacrificados como única alternativa a una vida de sufrimiento y privaciones. Se esmeran asimismo en ocultarnos que cientos de miles de ciudadanos los mantienen permanentemente encadenados, con sus necesidades físicas y emocionales más básicas frustradas para siempre, en un régimen de confinamiento escandaloso. O vuelve la cabeza ante la mutilación ritual de seres indefensos, despreciando el clamor de la sociedad que reclama un endurecimiento de las penas para estos criminales. Los mismos que se cruzan de brazos ante este holocausto cotidiano quieren ahora obligar a los ciudadanos a llevar atado a su perro, por haber cometido el delito de superar los veinte kilos de peso. Tal vez interese conocer un par de datos muy significativos en el tema que nos ocupa: por una parte, las razas de "perros peligrosos" no coinciden (ni mucho menos) según los países que legislan al respecto, y esto tiene que ver con el número de individuos que responden a las preferencias de los ciudadanos (en EEUU el mayor número de problemas los ocasionan los Labradores, los Golden Retriever y los Cocker. Curioso. O tal vez no tanto). Al mismo tiempo, se da la circunstancia de que ningún país incluye en las listas a sus "perros nacionales". En Alemania considerarían una blasfemia incluir al famoso pastor, pero, curiosamente, sí está incluido... !el mastín español¡, que aquí nos hemos empeñado en elevar a la categoría de joya canina.

Los desdichados y por fortuna puntuales casos en los que perros han causado daño a personas derivan de una situación en la que coexisten (por simplificar) dos factores: el canino y el humano. Y no requiere un gran esfuerzo llegar a la conclusión de que la mayor parte de la responsabilidad recae sobre el segundo, el único capaz de hacer juicios de valor sobre sus actos. Si bien es cierto que determinados animales tienen una predisposición especial a crear situaciones conflictivas (exactamente igual que sucede en el ámbito humano), se trata de realidades que pueden ser la mayor parte de las veces fácilmente contrarrestadas si el tutor del animal pone el celo y el sentido común necesarios. Si, por el contrario, la parte humana actúa con la deshonestidad que le caracteriza, convertirá a cualquier animal de naturaleza dócil (independientemente de la raza) en un peligro para todos. El problema, en la práctica, radica en que nueve de cada diez ciudadanos que adquieren uno de estos animales “conflictivos” no los ven como compañeros, sino como armas intimidatorias, tal vez para contrarrestar determinadas carencias intelectuales propias. Estos macarras son capaces de convertir en seres sanguinarios al más dulce caniche. Los legisladores saben todo esto, pero prefieren desafiar a la evidencia y a la decencia ética, adoptando decisiones arbitrarias que atufan a burda corrección política, sabedores de que los perros no votan, de que no pueden organizarse para protestar, y de que los valedores de sus derechos apenas podemos hacer oír nuestra voz.

Se necesitan grandes dosis de ingenuidad para suponer que la nueva legislación va a evitar en algún grado los lamentables casos que, por otra parte han sucedido desde siempre como parte de la casuística que acompaña a cualquier sociedad organizada. Lo que sí parece claro es que hemos entrado en un delirante proceso de satanización canina, en una auténtica y vergonzosa caza de brujas cuyos desgraciados protagonistas, en una cruel ironía, ocupan el lugar preferente en el escalafón moral en el que colocamos a los animales no humanos.
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© agosto 2003
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