sábado, 1 de noviembre de 2003


CONSIDERACIONES
ÉTICAS Y CIENTÍFICAS
SOBRE LA VIVISECCIÓN
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Visto desde el lado de quienes defendemos tesis animalistas (aquellas que basan sus argumentos en el carácter individual de la agresión a los animales), la práctica científica que usa a éstos como instrumentos de investigación no pasa de ser una más entre otras muchas formas del sojuzgamiento masivo que la sociedad humana ejerce hacia el resto de la comunidad zoológica.
Sin embargo, evaluado desde un punto didáctico-estratégico, la vivisección se nos presenta (al movimiento de defensa animal) claramente como el área de explotación más controvertida y ardua en cuanto a un posicionamiento condenatorio de cara a la sociedad. Pesa aquí como una losa el reduccionista pero eficaz discurso científico que nos coloca entre la tesitura de tener que elegir entre el ratón o nuestra salud.

Aproximarse al fenómeno de la vivisección requiere, a mi juicio, hacerlo desde dos flancos. Por un lado, deben examinarse con rigor las áreas en las que se llevan a cabo este tipo de prácticas. Por otro, cabe barajar la posibilidad de que el discurso oficial que da por sentado la necesidad del empleo de animales como modelo experimental esté basado más en el dogma que en un examen objetivo de los hechos. Es por ello por lo que hemos de analizar los hechos sin perder de vista una realidad en sí conflictiva: la eterna confrontación entre la ciencia y la ética.

En cuanto al primer punto, el ciudadano medio desconoce por completo que una parte significativa de los experimentos dolorosos con animales se realiza en campos que poco o nada tiene que ver con necesidades humanas vitales. Me refiero a realidades tales como la experimentación con fines militares, estéticos, industriales o alimenticios.
Es algo cotidiano que se dispare sobre caballos para probar armas convencionales, o que se inoculen virus mortales a cabras para evaluar sus efectos en una posible guerra biológica, todo ello con el único objetivo de predecir los efectos en cuerpos humanos. Se impregnan los ojos de millones de conejos con cremas que les provocan un dolor insoportable hasta que mueren, en experimentos que tratan en teoría de garantizar la seguridad del producto cuando llegue a los hogares humanos. Se obliga a ingerir grandes cantidades de aceite para coche, barnices para suelos o pintura para paredes a miles de ratones, a los que se causa un daño irreversible y un sufrimiento extraordinario. Las cobayas también son víctimas de la obsesión de las empresas por comprobar la cantidad de aditivos alimenticios, edulcorantes o conservantes que se necesita ingerir para que acabe matándote, a pesar de que resulta materialmente imposible que tales cosas puedan sudecerle al ciudadano-consumidor medio.
Por lo general, a la gente no se le ocurre pensar que no nos asiste derecho alguno a la hora de involucrar a terceros en nuestras luchas fraticidas. O que abonarnos a los cánones de belleza imperantes no debiera ser incompatible con el respeto por el dolor ajeno, máxime cuando docenas de marcas ya han demostrado que se puede prescindir de la tortura sin renunciar a los beneficios empresariales. No deberíamos tener que emplear grandes esfuerzos intelectuales para llegar a la conclusión de que no hay nada tan eficaz como aplicar grandes dosis de sentido común a la hora de decidir tomar champán a los postres, en lugar de una copa de líquido desatascador. Tampoco parece que estemos dispuestos a asumir las consecuencias del modelo alimenticio que exige el estilo de vida que tanto apreciamos.
Pero probablemente la realidad más ilustrativa respecto a los motivos que siguen sustentando esta locura de violencia gratuita la encontramos en el hecho de que la comunidad científica jamás se ha posicionado de manera oficial e inequívoca contra estas prácticas, a todas luces prescindibles además de devastadoras para sus desgraciados protagonistas. He aquí uno de los pilares en los que se apoya la realidad de la experimentación con animales no humanos: el factor ideológico, que desprecia el dolor cuando se manifiesta en el cuerpo de un individuo que no pertenece a nuestra especie.
No hace falta decir que en una sociedad libre de prejuicios morales, valores como la solidaridad, la compasión o la empatía serían igualmente aplicados a los animales, y el especismo sería considerado una más entre las formas de discriminación arbitraria que ponemos en práctica a diario.

Pero cuando nos adentramos de lleno en el campo de la investigación médica o farmacolólogica, el panorama no se nos presenta mucho más clarificador. Algunas de las áreas de investigación, que implican a un número importante de seres sensibles, difícilmente pueden ser defendibles si no es desde la más absoluta sumisión a las normas establecidas. Las prácticas efectuadas en el terreno de las drogodependencias y de la psicología son un buen ejemplo, teniendo en cuenta que uno de los factores fundamentales a la hora de estudiar ambas realidades en humanos pasa por entender el entorno social en el que se desarrollan los enfermos. Pretender sacar datos concluyentes que puedan ayudar a seres humanos de experimentos que inducen a la depresión a monitos separándolos de sus madres, o convertir en drogadictos a animales que jamás probarían sustancias nocivas por iniciativa propia es, además de una perversión moral, un sinsentido. Sólo la ilimitada credibilidad moral de la comunidad científica ante la sociedad permite que determinados experimentos puedan seguir realizándose en la más absoluta impunidad.
Pero todavía queda el reducido sector de la investigación médica “pura”. Es en este campo donde el movimiento por los derechos de los animales encuentra mayores dificultades a la hora de transmitir su mensaje, dado que quienes abogan por esta metodología de trabajo se mueven en un terreno abonado por los medios de comunicación, de un lado, y de una severa falta de reflexión objetiva que afecta a la sociedad en general, por otro. Se crea así un escenario idóneo para el “discurso-balanza” antes mencionado, que condiciona el uso de animales de laboratorio a la salud de la población. Los evidentes avances que la sociedad ha experimentado en temas de salud pública se nos venden con la etiqueta de gracias a, cuando en realidad bien podría hablarse en términos de a pesar de. Vincular necesariamente la utilización de animales de laboratorio a determinados logros médicos sólo puede sustentarse en un silogismo absurdo. Las razones últimas que nos han llevado a “ganar” determinadas batallas patógenas hay que buscarlas en la adopción de una alimentación más racional y segura, a una mayor educación higiénica, o a la aplicación adecuada del bagaje de conocimientos que nos aporta la experiencia vital cotidiana.

Desde un punto de vista exclusivamente científico, hasta el más entusiasta vivisector aceptará como válido que el modelo experimental idóneo para obtener datos fiables sobre las dolencias humanas, es el propio ser humano. Pero incluso hablar genéricamente de seres humanos como si de un grupo biológico homogéneo se tratase, implica un grave error conceptual, puesto que en el terreno de la investigación el factor individual adquiere una importancia crucial. Ninguna sustancia o entorno afecta de igual manera a todos los individuos. El tabaco mata a personas en plena juventud, mientras no parece tener demasiada incidencia en algunos ancianos y/o grandes fumadores, de la misma manera que el mismo tipo de cáncer destruye con rapidez a determinadas personas, al tiempo que otras consiguen superarlo con admirable entereza. En todo caso, cabe recordar que los consumidores somos siempre el último eslabón en el proceso investigador, por lo que pecaríamos de ingenuidad si pensásemos que estamos libres de ser utilizados como modelos experimentales.
A todo lo apuntado, cabría añadir la autocomplacencia que siempre acompaña a los humanos a la hora de evaluar nuestros logros. He entrecomillado hace un par de párrafos el término ganar con el fin de recordar la falsa e interesada idea que desde diversos ámbitos se trata de transmitir a la opinión pública respecto a la sociedad que hemos construido. Una sociedad que ha ganado la batalla a determinados microorganismos, pero que ha creado otros al menos tan devastadores como los derrotados. Una sociedad a la que acechan de manera constante nuevas y destructivas epidemias, la mayoría de ellas fruto directo de nuestro estilo de vida y de nuestra naturaleza mezquina. Las dolencias cardíacas, el estrés, las enfermedades mentales o la obesidad nunca han estado tan extendidas como en la actualidad, a pesar de poseer toda la información teórica precisa para combatir estos males con eficacia. Tomando prestado el propio discurso médico, es obvio que la puesta en práctica de actitudes tan elementales y asumibles por todos como hacer un ejercicio moderado, no consumir deliberadamente sustancias nocivas, llevar una alimentación sana, combatir el estrés, o establecer un equitativo reparto de los alimentos disponibles, aportarían a la sociedad mundial un grado de salud y bienestar mucho mayor que el descubrimiento de las diez vacunas más deseadas por la comunidad científica.

La sociedad humana no se resentiría en absoluto si se abandonara de raíz la práctica de la vivisección. Quienes de verdad acusarían el cambio serían todas aquellas empresas que viven de crear infinitas variaciones de un mismo principio activo, que crían animales para que los investigadores les inoculen virus que luego tratarán de combatir, y que son las mismas que fabrican tanto el alimento para éstos como los compartimentos donde alojarlos. He aquí el otro pilar que nos faltaba: el componente económico que todo lo justifica, que todo lo maquilla.
Es por ello por lo que, desde las tesis animalistas, afirmamos que la utilización de animales en experimentos es hoy (y lo ha sido siempre) una aberración ética y un fraude científico.

© noviembre 2003
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(*) Este artículo fue incluido en el libro de ponencias que publicó la Sociedad Española para las Ciencias del Animal de Laboratorio (SECAL), con motivo de su VII Congreso Nacional celebrado en San Sebastián.
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