viernes, 13 de septiembre de 2013


MUCHO IDIOTA


Ahora que lo pienso (fuera por simple desidia o por desobediencia inconsciente, eso ya no lo sé), nunca me reivindiqué como nada, ni me coloqué en el pecho, bien visibles, etiquetas clasificatorias. Y creo que ello me ofrece una cierta libertad para la opinión relajada. En eso invertiré este artículo.

No pude sino recordar la vieja canción de los ochenta (rock radical vasco), aquella letra contestataria que ponía a los “punkies de postal” en su sitio; y la interpretaban ellos, fieles sirvientes de la rama punkie más descastada. Berreaba Evaristo a los susodichos que no le contasen la batallita de ver quién era más punkie: “¡Mucho idiota!” Resonó en mi cabeza la letra tras escuchar la historia de una persona, animalista desde joven (aún es ambas cosas, quede claro), que rescató del infierno lo que pudo, fueran gatos o caballos, y trató de ofrecerles una nueva oportunidad, que los pobres agradecieron como mejor saben: siendo felices. Pues bien, y a lo que voy, que idiotas hay en todas partes, no librándose de la plaga ni las ideologías más virtuosas. Sí, mucho me temo que tampoco la animalista. Más de uno intuirá ya por dónde voy, pero seguiré contando, para ilustrar a ingenuos y compañía.

Resulta que en cierto momento nuestra protagonista descubre un potro (crecidito) en malas condiciones y con negro futuro, habida cuenta del triste final de sus compañeros de manada. Con un dueño mitad cretino mitad cerril, y con la administración bailándole el agua al cazurro, se consigue el milagro de convencer a las autoridades para que incauten a la víctima y se la cedan a una organización proteccionista para que esta le busque un destino digno y definitivo. Insisto en lo del “milagro”, porque puedo asegurarles que estas cosas no se logran con una simple llamada telefónica o una carta certificada. Por defecto, la administración se pone de parte del maltratador, y hay que hacer ingeniería diplomática para que la historia acabe bien para las víctimas que antes comentaba. La frustración y el desaliento acechan tras cada gestión, y no pocas veces resultan tristes vencedores. Aquí no hay más fórmula que armarse de paciencia y hacer un notable trabajo, sin prisa pero sin pausa, con la necesaria discreción pero al tiempo con la inevitable contundencia. Sin chulear a nadie, pues ellos ostentan el poder, pero sin dejar tampoco que te tomen el pelo, por aquello de la autoestima, que también los animalistas la tienen, solo faltaba. Estas operaciones requieren de lo preciso de cada cosa, y hasta de una pizquita de lameculismo, ustedes perdonarán la grosera expresión. Todo con tal de salvar al animal de la ruina, y de paso visibilizar el fenómeno –me refiero a la violencia institucionalizada hacia las pobres bestias–, esa que buena parte de la sociedad sigue desconociendo, casi siempre por pereza intelectual, y también por el consabido egoísmo (¿acaso no son ambas caras de la misma moneda?). Para que luego vengan los animalistas idiotas de turno a tocar las narices y sobre todo a dejar huella de un comportamiento injusto, lo último que uno esperaría de quien se supone destina sus recursos a delatar la mayor injusticia entre cuantas comete el humano; hablo de someter al débil, de sojuzgarlo a sabiendas de que no puede organizarse y señalar al agresor. Escribo “idiotas” por no escribir “miserables”, o incluso otros calificativos, que no por más ásperos serían menos pertinentes. Porque se necesita ser muy miserable para “acusar” en las redes sociales a quien, no contenta con descubrir el caso y hacer cumplido seguimiento del mismo (atroces muertes incluidas, otro día se lo cuento), paga de su bolsillo el traslado final del potro al paraíso, que allí acabó el mocetón. ¿Acusar de qué?, se preguntarán. De provenir de una familia de carniceros. Y harán bien en interpelarse conmigo qué demonios tiene eso que ver para la talla moral de cada cual, siendo como es que no elegimos familia, y que aunque no sea esta la más virtuosa del mundo sigue siendo nuestro clan, nuestra raíz, nuestra semilla. Benditos los que rectifican y optan por otras ideas y otras prácticas; y malditos los que no saben discernir entre el culo y las témporas, erigiéndose por derecho propio en ridículos idiotas. Animalistas de pro según versión libre y propia (la suya), y además idiotas (esta cosecha del autor), porque, que yo sepa, una y otra característica moral son del todo compatibles en un mismo sujeto. Abonada esa idiocia –eso siempre– por palmaditas complacientes de compis de grupo, o mejor diremos de secta, porque hora es de prender a cada cosa su pertinente apelativo.

Los mesías de nuevo cuño no contaron en el feisbuc ese que la chica ya desataba entre lágrimas los sacos trémulos y que sacaba de allí algún que otro conejo destinado al cachetazo. O que llegó a convencer a su padre, a fuerza de puro discurso, que destinara un rinconcito de la carnicería a hamburguesas vegetales (¡en el país del chuletón, superen eso!). Porque supongo que no es necesario apuntar que la muchacha se había hecho vegetariana en medio de una familia que vivía de los pollos rigor mortis y de las chuletillas de cordero. Nada de eso fue contado en las redes sociales. Es muy fácil ser animalista naciendo en un entorno ya “convertido”, pues se viene con la sensibilidad de serie, y hasta diríamos que uno no se ve a sí mismo como el rarito, sino que entiende que no comer animales es lo natural, lo razonable… lo justo, en definitiva. También conozco alguna de esas personas. Pero no me preocupan, como es lógico, pues poco lastre suponen para la desdicha animal. Los que sí me inquietan –sí, ese es el término– son los animalistas idiotas, legión aunque solo fuera uno, y mucho me temo que son bastantes más. Prueba de ello soy yo mismo, que pudiendo quedarme calladito y en casa, escribo esto y encima lo publico.

No soy ni de lejos partidario de reconocimientos exagerados, y menos de homenajes pomposos. Defiendo, empero, la justicia, término que debiéramos recordar de vez en cuando desde su límpida etimología: dar a cada cual lo que le corresponde; no más, pero sobre todo no menos. Y considero que la difamación constituye sin duda una de las injusticias más repugnantes. Por eso deseo reconocer desde aquí el esfuerzo, a veces heroico, de quienes han remado contra corriente para llegar a la tranquilidad de conciencia que su cuerpo les pedía. Y mi más sincera indiferencia a los y las idiotas que continúan sembrando acritud allí donde menos se necesita.


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